LXVIII. Laberinto (parte 2)

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El asistente empezó a llamar con parsimonia mientras los individuos contenían sus nervios. Ninguno se atrevió a desobedecer la orden impartida. Intentaron quedarse allí, incólumes. El orden de llamada era evidente y sencillo: los primeros en llegar fueron los primeros en ser requeridos.

Keth sorprendió a Michael al ser de los primeros en ser llamado. Con la frente en alto caminó hasta el frente y con abandono se dejó dirigir hacia la puerta pequeña. Tras él, siguieron muchos que no lucieron tan bien para su estado: unos les temblaba las piernas, otros sudaban a cantaros e incluso hubo quienes fueron descalificados directamente por ser descubiertos intercambiando miradas o gestos.

Cuando llegó el turno de Michael, las personas en la sala brillaban por su ausencia. Solo quedaba Fred que parecía disfrutar de la soledad por primera vez en mucho tiempo. – Espero que uno de los tres cupos los ocupe alguien con tu origen.

Michael permaneció callado y se dejó colocar el antifaz en los ojos. El utensilio le cubría gran parte del rostro y en efecto le era imposible ver más allá de sus propios pies.

>> No asumas que te desprecio –complementó el anciano en un soliloquio–, no miro a mal tu origen. La verdad es que a este sitio le hace falta más personas normales pero con talento, para que riñan en el buen sentido con todos estos niños privilegiados.

Con la nueva intervención, el joven se percató de que no había respondido cuando el Gran Maestre le habló por primera vez; y sin embargo, decidió no hacerlo nuevamente. No estaba seguro de que la regla sobre la no comunicación se hubiera suspendido, por lo que el silencio le pareció la mejor opción.

Pronto, el asistente lo sujetó por el brazo y con firmeza lo llevó por el pasillo. Atravesaron la puerta destinada y caminaron unos pocos pasos antes de que lo obligara a parar. – Te podrás quitar la venda cuando la placa sobre la cual estas parado deje de moverse –le dijo con cautela–, en ese instante comenzará la prueba y podrás correr con libertad.

>> Te recuerdo que no puedes terminar con la vida de tus rivales y que debes enfocarte en no lesionar de gravedad a quienes te desafíen. El respeto por la vida es la regla de oro en esta academia y debes acatarla si no quieres asumir las consecuencias. No te molestes en responder –continúa el hombre dándose la vuelta para retirarse–, solo quédate aquí parado y compórtate, plebeyo.

Michael no pudo evitar que una pequeña sonrisa se le dibujara en el rostro. <<Entonces todo este sermón se origina en su desaire por los plebeyos>>.

– Entiendo que creas que los plebeyos son simples brutos sin cerebro –comentó con cautela–, pero lastimosamente para ti, he llegado para quedarme. Espero que puedas ser imparcial, instructor.

El hombre se detiene y voltea sobre su eje –parece que este año la basura no sabe cómo comportarse –responde con la furia brillando en sus ojos–. Será entretenido cuando la prueba te haga papilla y yo pueda expulsarte de aquí a patadas. Por favor, no me decepciones.

Michael emite un bufido desdeñoso. Aunque en su corazón estaba preparado para esta clase de situación, no consigue evitar amargarse. En su corta existencia, nunca había sido despreciado mucho más de lo que lo hizo Elena; y con ella aún podía defenderse.

Esta nueva experiencia, donde la cortesía debía mantenerse a cualquier costo, lo sacudió, pero para su fortuna, más lo hizo el desplazamiento de la placa donde se encontraba parado. Tuvo que abrir las piernas a la altura de los hombros para estabilizar su centro de gravedad; y soportar la urgencia de buscar un sitio para agarrarse.

La espera fue corta y la placa se detuvo con parsimonia. Una vez se hubo detenida, se quitó la venda con lentitud. No quería ser acusado de quitársela antes de tiempo y ser descalificado por semejante estupidez.

Después de hacerlo, la imagen que se desarrolló ante sí le causó un suspiro. Gruesas paredes de roca lo rodeaban y lo superaban por mucho en altura haciéndolo sentir minúsculo. La superficie del laberinto no era lisa o pulida al tacto como se lo esperaba, por el contrario, era rugosa y un poco agrietada.

La placa lo había depositado en un sitio donde solo podría avanzar a la derecha. Se regocijó por eso. No quería empezar a tomar decisiones desde el primer momento de la prueba.

Tenía que empezar a reunir información que lo ayudara a salir de allí, y un camino con un único sendero le permitía concentrarse. Emprendió la marcha y no tardó en apretar el paso. El sendero sencillo, se fue bifurcando conforme avanzaba en un sinfín de posibles rutas aumentando la dificultad en el proceso.

<<Esto no puede seguir así>> pensó tras hallar un trozo considerable de cuerda, el cual no tardó en amarrarse con cadencia rítmica en el brazo solo por sí lo llegase a necesitar. <<Será cuestión de tiempo para que los demás descubran como emplear su magia para salir de aquí mientras yo sigo buscando algo que me ayude>> se repitió.

– No puedo perder más el tiempo... –explicó para sí con un suspiro colocando una mano en la pared del laberinto. <<Si tuviera magia de tierra, seguro podría atravesarlas sin ninguna dificultad...>>. Especuló. Pero no la tenía y el tiempo, para su infortunio, no daba espera.

Y fue allí donde en uso de toda la suerte que había reunido en muchos días, y por un evento afortunado del destino, una pequeña gota de aceite se salió de una lámpara que reposaba en la parte superior de la muralla; y cayó con precisión sobre su mano haciéndolo estremecer por su temperatura.

– ¡En el nombre de Otis...! –exclamó con dolor antes de percatarse del candil. Una idea arriesgada sacudió su cerebro y lo incitó a escalar por la muralla.

El plan parecía plausible pero arriesgado, tan arriesgado que si fallaba seguramente terminaría fracasando en la prueba. No lo desechó y se armó de valor puesto que sabía que contra la magia, que con certeza poseerían sus rivales, solo podría emplear el intelecto.

No tenía armas y pistas no pudo encontrar por más que se esforzó en hacerlo; así que motivado por los hechos y siguiendo su instinto, empezó a escalarla con cuidado.

El ejercicio era monótono y lo conocía de antaño. Escalar se había vuelto parte de él desde que decidió utilizar el arco y la flecha para cazar. Los árboles del bosque a los que estaba acostumbrado le ofrecían una mayor cantidad de puntos de contacto, pero no pudo afirmar que la pared irregular lo hiciera mal.

Cuando el sudor empezó a convertirse en un problema, se encontró dando el último esfuerzo para llegar a la cima del muro. Una vez allí, sobre nueve o diez metros de pared, contempló con nerviosismo el mundo a su alrededor.

A lo lejos, consiguió divisar la llamada piedra Ifiroz, que no era otra cosa que una colosal roca situada justo en la mitad de un raudal de muros iguales a los que él estaba utilizando para pararse. Desde allí, titilaba levemente emitiendo una variada gama de colores.

Luego de contemplar el paisaje en general, decidió amarrar un trozo de la cuerda en la base de la lámpara de gas, de tal manera que pudiera desatarlo tirando desde el otro extremo. Con el restante, hizo un nudo en ocho, que por su disposición, podría apretar para reducir el enorme círculo tan solo jalando del lazo.

<<Otis, te lo ruego: Que la simetría de la que parecen tan celosos me ayude está vez y que tengan la misma lámpara del otro lado>> suplicó antes de lanzar la cuerda sobre su cabeza en dirección a lo desconocido. Con un suspiro, presenció como volaba más allá del muro del frente, el cual estaba ubicado a cuatro o cinco metros de distancia.

Un rayo de júbilo golpeó su rostro cuando contempló que la cuerda se templó al tirar de ella. Tiró con fuerza, cómo si la vida se le fuera en ello. Un error lo llevaría a caer a una muerte casi segura, por lo que extremó precauciones.

Una vez la cuerda se encontró sujeta de las lámparas, se apoyó con premura hasta recostarle casi todo su peso. Quería probar su resistencia antes de confiarle su vida y colgarse de ella.

Sangre de Dios: El Imperio. (Sin editar)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora