LXXIII. La Hermandad (parte 2)

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Siempre deseó lo que los otros tenían: una madre que le consuele y la deje llorar en su hombro cuando alguna situación de su vida, de su maldita vida, la supere y la atemoricé hasta el tuétano. Un padre, rudo, grande y valeroso que saliera siempre en su defensa cuando alguien decidiera intimidarla o atormentarla. Un hermano o dos con los que reír y quejarse, de todo y de nada a la vez, pero que estuvieran allí, de manera decidida, en su vida.

Una casa con techo y fogata que le ayudara a quitarse el frío que se le mete en los huesos en las noches, y un poco de comida que compartir en una mesa estrecha y de madera que se encargara de borrar todas sus ausencias.

Una vida difícil, pero tranquila. Una vida resuelta de alguna niña consentida.

Para hacer justicia, el destino pocas veces te da lo que deseas. Te atraganta y te obliga a soportar todo aquello que piensa que te corresponde. Contra eso no se puede hacer mucho, solo se puede llorar y añorar por un mejor sendero.

Siendo así las cosas, es notable recalcar que a ella solo le ha correspondido, desde y para siempre, el dolor profundo y el sufrimiento escueto. Lección esta que nunca para de aprender.

Y bien así fue por la vida: sin techo ni familia, con hambre y sin dinero. Todas condiciones extrañas que te ligan a un deseo estoico por sobrevivir; estoico incluso para alguien como ella, quien lleva a rastras la maldición de la sangre conjugada en el cabello y en sus luceros.

Sin embargo, y pese a lo incompatible del asunto, siempre busco aferrarse a sus deseos por más que sintiera que todo estaba perdido. En mucho tiempo, no se dejó doblegar por nada. Combatió con todo lo que tuvo sin escatimar en gastos. Aprendió a moverse sin ser notada, a adueñarse de lo que creyera conveniente y a ocultarse, como si la vida se le fuera en ello.

No tardó mucho en recibir su primer golpe de realidad. Su curtida infancia apenas se alejaba de sus carnes, cuando un pequeño grupo de asquerosos rufianes dieron con el sitio de su preciado escondite. No consigue olvidar aquel día por más que lo intenta; quizás fue la crudeza del invierno que la acompañó en aquella noche, o quizás fue todo lo que le hizo el mayor de los rufianes. Fuera lo que fuera, no se avergüenza del hecho de reconocer que por primera vez desde que tiene conciencia, deseó morir. Lo deseó con todo su ser; mientras todo se venía abajo.

En ese momento, no le costó mucho aceptar que la sujeción a las cadenas mortales del dolor solo dependían de una cosa: de su permanencia en este absurdo plano terrenal que la condenaba por llevar el color rojo en su cuerpo.

Quiso morir. No paró de desearlo desde que los vio ingresar a su lugar seguro, único y último lugar donde se sintió protegida.

Desde entonces y por una temporada larga, bastante larga para recordarla, fue tratada peor que a un objeto. Y aunque su trato y sus circunstancias eran más que deplorables, los vejámenes en sí, casi no le dolían. Contra todo pronóstico, ardía en ella un fervoroso deseo de venganza. Tan fervoroso y arraigado que le permitió apartarse un poco del dolor y de las ganas de morir, para construir un entramado que le permitiese liberarse de sus captores y acabar con todos los que pueda en el proceso.

Recuerda con mayor firmeza el momento en el que se la jugó para ejecutarlo. Recuerda los latidos de su corazón y el sudor frio consagrándose en sus manos.

Y recuerda con nostalgia, la amargura que se llevó, luego de ejecutar el plan a la perfección y que se le escapara la añorada libertad por un pelo.

...

— Será mejor que supervises a la cerda­. —Le comentó el líder de la banda a uno de sus reclutas más jóvenes—, no le permitas escapar y encárgate de que tenga todo limpio a nuestro regreso...

Sangre de Dios: El Imperio. (Sin editar)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora