Capítulo 90

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—¡Mónica! ¡Tráeme otra caguama!

En una choza que a duras penas podía sostenerse de pie en medio del campo, un viejo caballo se encontraba instalado en un viejo sillón. Se encontraba molesto, puesto que su viejo televisor acababa de hacer cortocircuito. Ese viejo armatoste en blanco y negro era su única entretención en medio de la nada. Vociferaba maldiciones con furia a la espera de que el alcohol le hiciera olvidar el enojo y hastío por perder su única diversión.

El caballo era enteramente marrón, con una crin desgarbada negra. Solo llevaba puesto unos shorts grises y una camiseta abierta sin botones color azul marino, bastante desteñida y con unas cuantas manchas oscuras. Relinchaba furioso en la medida en que debía tragarse la espera por tener su cuerpo cargado de cerveza.

—¡Ya van! —se oyó una voz juvenil y cantarina.

Desde un rincón oscuro apareció una yegua de pelaje completamente gris junto con una bandeja que traía una botella con un litro de cerveza. Venía pobremente vestida con un viejo vestido granate desteñido y remendado. Con rapidez se acercó al viejo caballo acercándole la bandeja.

—¡Ya era hora! —le recriminó arrancándole la botella y bebiéndola de golpe.

La joven Mónica lo observaba con temor, ocultándose tras la bandeja. Luego de catorce años de vida, se había acostumbrado a la miseria de vida que tenía junto a sus hermanos. Junto a ello, también debió acostumbrarse a ese monstruo que se relamía con la cerveza que era su padre. A pesar de aquello, no podía estar de pie a su lado sin sentir que todo su cuerpo se remecía ante el terror.

—¿Necesitas algo más? —le preguntó la yegua intentando sonar tranquila.

El caballo eructó tras la última gota de cerveza, para luego dejar la botella vacía junto a un montículo de botellas que tenía junto al sillón. Se volteó hacia su hija, y lanzó una larga y estridente risotada. Su aliento podrido llegó hasta la yegua.

—Mónica, ven aquí —la invitó más animado—. Siéntate en el regazo de tu padre —agregó golpeando su pantorrilla derecha libre.

Sin siquiera poder controlarlo, Mónica retrocedió asustada mientras negaba con la cabeza semioculta tras la bandeja.

—Ven aquí —volvió a invitarla inclinándose.

El terror de Mónica aumentó, esta vez congelada en su sitio.

—¡Ven aquí! —la actitud benevolente de su padre cambió drásticamente. Se puso de pie y agarró con violencia a su hija de la cintura, forzándola a sentarse en su regazo. La bandeja que ocupaba para ocultarse la soltó en el intertanto, cayendo al suelo con un ruido sordo.

—Mi hija querida —le decía el caballo con una sonrisa lujuriosa mientras le acariciaba la crin. La joven yegua tenía la respiración entrecortada, mientras era prisionera gracias al otro brazo de su padre que la sostenía por la cintura—, cada día te vuelves más hermosa.

De inmediato se lanzó para besarle el cuello. Mónica, aterrada, intentaba empujarlo para zafarse, pero era como empujar una muralla de concreto. Estaba atrapada, aterrada, mientras su padre se aprovechaba de ella. Tenía miedo. Tenía asco. Su voz fue robada por el miedo y la desesperanza. Sabía que por mucho que gritara, nadie estaría ahí para ayudarla.

Sin ser prevenida, el caballo le lanzó un profundo beso en la boca. Era agresivo. Era imponente. Su lengua le asemejaba una babosa que amenazaba con atorarse en su garganta. Quería retroceder, pero la tenían bien atrapada con una mano en su nuca. Su respiración apenas era oída.

Marcelo estaba ingresando a la choza por un vestíbulo contiguo. A pesar de sus dieciocho años, su cuerpo alto, grande y fornido le daba la apariencia de alguien cercano a los treinta. Traía un saco cargado con un montón de pesadas herramientas de trabajo colgando en su espalda. Tenía desde un chuzo, una pala, un rastrillo, un hacha, un pico, entre otras cosas. Se encontraba pobremente vestido con una camiseta amarillenta, unos pantalones oscuros de lino atados a la cintura con una cuerda, y un sombrero de paja. Él era el único sustento económico de la familia. Con sus hermanos menores haciendo lo que podían en la casa, y con su padre simplemente dedicándose a beber, no le quedaba otra que salir a trabajar.

Amor prohibidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora