Capítulo 37

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—Haber si entendí —intentó explicar Richard sin despegar la vista del camino—. ¿Estaban en una pelea con Carl Garamond cuando Jimmy empezó a flotar y a lanzar rayos láser hasta que llegó una nube rosada y lo trajo de vuelta al suelo, y antes de que escapara la nube tú la atrapaste en ese frasco, y ahora debes llevarla a Rodehove porque es el alma de tu madre y sin eso ella se muere?

—Básicamente —respondió Jack, quien iba de copiloto.

Ambos iban junto con Jimmy en dirección hacia Rodehove. Apenas Jack colgó, le rogó al policía que lo llevara hacia ese pueblo. La advertencia de su maestro quedó grabada en su memoria. Sin mayores objeciones, la cebra decidió aceptar el pedido, a cambio que le explicara en el camino lo que había sucedido.

—¿No sabes lo loco que suena eso? —respondió haciendo un esfuerzo por evitar reír. No quería ofender a su pasajero frente al grave estado de su madre.

—¡Pues tendrá que verlo cuando lleguemos al hospital! —alegó Jack fastidiado.

La sirena de la patrulla sonaba con potencia ensordecedora, mientras que la luz estroboscópica roja giraba sobre el techo del vehículo. Esto les permitía viajar más rápido gracias a que los demás vehículos les daban el paso. Todos los demás imaginaban que se dirigían a detener un atraco o llevaban a un reo peligroso. Ni siquiera el propio Richard se imaginaba estar en este tipo de emergencia. Claro, estaba apurado por salvarle la vida a alguien, pero la metodología lo hacía dudar. Aun así, al ver tan destruido a aquel joven, se sintió empujado a hacerle este favor. Por mientras, dejaría que sus colegas se llevaran el crédito por la intervención en el Hospital General. Trataba de evitar sentir esa envidia, pero le era difícil.

También pensaba en la hermana Daria. Se escabulló por una entrada trasera del recinto incluso antes de la intervención policial. Aún se negaba a creer que era lo suficientemente lista y escurridiza como para meterse en la boca del lobo y salir ilesa. Literalmente era una monja singular. Se la pasaba haciendo planes y tratando de pensar fuera de la caja. Nunca la había visto tranquila rezando. ¿Así eran las monjas del siglo XXI? Más de una vez se le pasó por la mente que podría tratarse de una agente encubierta vestida de hábito. Era sagaz como un zorro. Parecía como si su mente estuviera un paso adelante del mismo padre tiempo. Lo que comenzó como una simple confesión empujada por su vocación de servicio y su curiosidad terminó en una investigación que logró develar más de lo que posiblemente ni siquiera los señores Chad supieran sobre sus vidas.

—¡Miren eso! —de pronto anunció Jimmy.

La patrulla había llegado al lugar del accidente. Los restos de los vehículos siniestrados se habían colocado a un costado para volver a permitir el libre tránsito sobre la carretera. A Jack se le paralizó el corazón al reconocer su van destrozada a un costado. Parecía aplastada como un acordeón en su mitad delantera, mientras que en la mitad trasera solo tenía unas cuantas abolladuras y cristales rotos. La muerte había dado un paseo en aquella carrocería. El muchacho se refugió abrazando el frasco.

—Parece que fue algo muy grave —comentó el policía. Se había percatado que la van no era el único vehículo siniestrado por el descarrilamiento del camión. Había por lo menos cinco vehículos más que habían corrido la misma suerte.

La mente de la cebra volvió a su análisis personal tras pasar por aquel lúgubre espectáculo, cuando cayó en cuenta sobre algo que era más que evidente. ¿Acaso esos niños no son los hijos de la pareja que llevaban investigando durante todo este tiempo? Las cosas habían pasado tan rápido que ni siquiera se había detenido a pensar en aquello. Sin duda como investigador ya se habría muerto de hambre.

—Y dime muchacho, ehm... ¿Cómo se llama tu mamá? —preguntó intentando sonar lo más casual posible.

—Yin Chad —confirmó el muchacho—. Es abogada, por lo que la mayoría del cuerpo de policías la conoce.

Amor prohibidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora