Castillo.

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Capítulo 43.

Carlo.

Aventé la puerta de su habitación al entrar. Se giró a verme y palideció, sabía que estaba viendo a la muerte personificada en alguien guapo como yo. Apretó la mandíbula y caminé hasta él.

Tenia un puto dolor de los mil demonios en la espalda, la tela de la camisa se atoraba con los puntos y todo eso me generó una puta incomodidad. Pues esta se mezcló con enojo e impaciencia, dando como resultado el que me pusiera de malas, y eso no era bueno para nadie.

Persona que se me acercara a joder, persona me mandaría al carajo con una bala en la cabeza. No tenía tiempo que perder. Necesitaba llegar a ella y decirle todo lo que sentía.

Quería matar, quería explotar todo para tenerla entre mis brazos aun sabiendo que ella me despreciaba. La sacaría de ahí así fuera lo último que hiciera en mi jodida vida.

Cuando llegué, golpeé con la empuñadura de mi arma en su cara, robándole un jadeo, nada saciaría esa sed de querer destrozar todo a mi paso.

¿Recuerdas qué te dije el primer día que pisaste la oficina, imbécil? —grité mientras apretaba la herida de su pierna que seguía sanando con el cañón del arma—, ¡te advertí que la cuidaras o iba a matar a tu familia!

Antonnio estaba en la puerta, con su pistola en la mano, callado, impaciente igual que yo. Teníamos dos cuentas que saldar por ella.

—¡Por favor, no, a ellos no! —se retorcía encima de las sábanas—. Ella nos disparó y se fue, señor.

—Tu ineptitud no es asunto mío —tres balazos cayeron en su cabeza por los tres días que ella llevaba ahí dentro, la sangre salpicó en mí camisa, salí de ahí en busca de Lorenzo, tuve que limpiar el arma con mí saco. Antonnio, inmutado, siguiéndome sigiloso y asesino. Ambos juramos vengarnos, ambos juramos sacarla de ahí.

No iba a matar a las familias, no era un puto sádico con quien no lo merecía. Pero me divirtió ver su cara antes de morir.

No me importó que en el hospital se escucharan los balazos, pues escuché que la gente empezaba a gritar un poco y a salir de ahí, ya nada tenía importancia más que ella, esa mujer que tenía que estar conmigo. Si alguien se me acercaba, moriría.

No estaba de humor. Pude apostar que el mismo diablo me temería esa noche.

—Habitación —demandé con gelidez y Guido respondió cuando lo intercepté en el pasillo, todos caminaban por todos lados tratando de huir, se alejaban cuando nos venían con las armas, me gustaba el caos, me gustaba que tuvieran miedo de mi presencia:

—Trece.

—Una puta palabra y te mueres—dijo Antonnio cuando notó que un doctor estaba tratando de marcar un número en el teléfono. Apuntó con su arma y me miró, dándome la indicación con el movimiento de su barbilla.

—¡CUELGA EL MALDITO TELÉFONO! —gritó mi hermano cuando le di la espalda y escuché un balazo.

Abrí la puerta y antes de que pudiera decir algo, la ráfaga se desató sobre su cuerpo, la misma cantidad de balas que usé con Franco. Su comida se manchó de sangre y sesos, pues tenía la charola en su regazo.

—Larguémonos de aquí —dije sin más, grabándome esa imagen del guardaespaldas muerto, todavía tenía que vengar la muerte de mi amigo, quien me regaló un atisbo de tranquilidad al pronunciar sus últimas palabras cuando me dejó saber que estaban vivos. Lo torturaron. Lo mataron. Eso iba a costarle caro a esa zorra.

Salí de la habitación y me acerqué al doctor amenazado por El Diamante de Sangre. Cargué el arma y le disparé al teléfono haciendo que este brincara por el miedo.

Los Pagano [EDITANDO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora