SALVADOR I

230 14 5
                                    

La celda estaba fría y oscura, la humedad se le calaba en los huesos, los mismos que tenía molidos por culpa de los golpes. Los días parecían no terminar.

Acababa de amanecer, podía contemplar los rallos de Sol por la pequeña ventana que presidía la pared de la celda. El guardia acababa de traerle el desayuno: un vaso de leche y un trozo de pan.

Se lo comío sin ganas y con asco. La leche estaba fría y el pan duro, pero lo peor no era eso, era saber que cuando saliera al patio, los matones volverían a 'hablar' con él.

- Maldito Ulloa. ¡Juro que te arrepentirás de esto!

Pues bien sabía que él o, en su defecto, su padre, habían ordenado que le golpearan cada mañana.

- Maldita sea, cuando le dejamos allí tirado apenas tenía pulso. ¡Debería haber muerto!

Tenía bien claro que la próxima vez no dejaría nada al azar y, hasta que su víctima no expirara su último aliento, no se iría de allí.

Raimundo y Francisca se habían reído de él. Bien sabía lo que había visto y aunque la muy zorra lo negara ante la autoridad, él le haría pagar por su traición y por su encarcelamiento.

Claro que él le había sido infiel. ¡Era un hombre! Pero ella no tenía ningún derecho de mirar a otro hombre y, mucho menos, demostrarle sus encantos. Eran solo suyos.

No podía dejarse llevar por la ira, al menos no de momento. Sabía de sobra que ese niño que venía de camino y Francisca era lo único que tenía. Lo único que le permitía tener un techo, comida, una posición y dinero en el bolsillo.

Acababa de sonar la campana que daba aviso de la hora de salir al patio. Podía oír como los guardias iban abriendo las celdas colindantes, reinaba el silencio allí y, cualquier sonido podía apreciarse.

Se mosqueó al comprobar que habían abierto todas las celdas del pasillo menos la suya. Por un momento se alegró, igual se habían olvidado y así, al menos hoy, podría librarse de los matones que le aguardaban afuera.

Durante unos minutos procuró afinar el oído para tratar de escuchar la conversación que mantenían los guardias. Pero nada. Podía oir que hablaban, pero no alcanzaba a escuchar que decían.

Los minutos seguían pasando, a medida que su incertidumbre crecía. ¿Por que demonios no le obligaban a salir como el resto de los días?

Mientras barajaba diversas posibilidades, escuchó como los guardias se acercaban y abrían la puerta.

- Salvador Castro, recoja todo.

- Pero... ¿Por qué? - Dijo al no comprender porque debía recoger sus pertenencias. Su abogado le había dicho que hasta dentro de dos semanas aproximadamente no saldría de la cárcel.

- Hoy mismo saldrá de aquí. Su mujer ha hecho todos los trámites necesarios y ha modificado su declaración. Ahora mismo está hablando con el director para sacarle de aquí. Así que venga, no me haga repetirlo dos veces, recoja todo.

Raimundo y FranciscaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora