RAIMUNDO XVIII

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Llevaba varias horas en el dispensario atendiendo a todos los pacientes que acudían. Se sentía culpable por no poder prestarles toda la atención que merecían, pero era incapaz de alejar sus pensamientos de Francisca y Tristán.

En menos de un día había recuperado a la mujer que amaba y, además, ésta le había regalado un hijo precioso.

El miedo sufrido en el parto y todas las emociones vividas comenzaban a acusarle. Se acercó a la puerta del dispensario y comprobó que no quedaba ningún paisano más, así que decidió subir al piso de arriba a inspeccionar como estaba la casa del doctor.

Meses atrás, tras el desengaño con Francisca y con el propósito de no tener que convivir con su padre, había pasado varias noches allí. Comprobó que aún guardaba varias camisas, pantalones y mudas, así como elementos de cocina, sábanas, toallas y un par de libros. La despensa estaba prácticamente vacía, tiró un par de manzanas podridas a la basura y se dispuso a hacer una lista de cosas que iba a necesitar.

La casa contaba con una pequeña cocina acompañada de una despensa, tenía dos habitaciones, la más grande era el dormitorio y la pequeña estaba destinada para usarla como despacho. Las estancias comunicaban con un diminuto salón, en el cual había una mesa, cuatro sillas, una estantería vacía y dos sillones. Un diminuto cuarto de aseo completaba la casa. Más que suficiente para un hombre sólo, pensó Raimundo.

Tras terminar con la lista de todo lo que necesitaba, se encaminó hacía la residencia Ulloa para recoger sus pertenencias. Cierto era que no tenía ningunas ganas de ver a su padre, pero cuanto antes afrontara la situación, mejor para todos.

Decidió llamar a la puerta y no usar las llaves, esa ya no era su casa y no quería darle ningún motivo a su padre para recriminarle nada. Al cabo de pocos segundos Rosaura le abrió y le pidió que avisara al señor.

Don Ramón estaba en el despacho, tras el aviso de Rosaura, decidió hacer esperar a Raimundo. No para atormentarle, sino porque él mismo necesitaba relajarse. Era consciente de que se había excedido en el día de ayer y divisó en la mirada de su hijo que eso había roto definitivamente su relación con él. Apuró de un trago el agua que restaba en el vaso y salió.

- Buenos dias, hijo. ¿Cómo estás?

- Bien, gracias. He venido para recoger mis cosas, quería avisarle. - Sentenció Raimundo.

- ¿Para qué? ¿Te vas de viaje? - Preguntó Don Ramón, tratando de que Raimundo quitara importancia a la discusión de ayer.

- Le recuerdo que ayer me echó de su casa, así que vengo a recoger mis pertenencias.

- Raimundo, ayer estaba enfurecido, te ruego que lo olvides.

- No, lo de ayer sólo fue la gota que colmó el vaso. El empujón que necesitaba para irme.

- ¿Y a caso crees que vas a poder subsistir sin mi dinero y mi protección?

- No todo en ésta vida es el dinero, pero eso es algo que usted no entiende.

- Es por Francisca, ¿verdad?

- No padre. Es por mi. - Sentenció Raimundo mientras subía las escaleras hacia su alcoba.

Tras más de media hora logró recoger todas sus pertenencias. Libros, ropa, retratos, documentos... Mientras terminaba de colocarlo todo en las maletas fijó su mirada en el pequeño joyero que estaba sobre la cómoda. Allí estaba el anillo de su padre, el símbolo de los Ulloa. Con cuidado lo cogió y se lo guardó en el bolsillo de su pantalón.

Bajó las escaleras decidido. Tan solo le quedaba recoger su documentación, la cual guardaba en el despacho.

Al pie de la escalera le aguardaba su padre con el semblante desencajado.

- Raimundo, por favor, escúchame.

- No padre, no voy a escucharle. Al igual que usted nunca me escuchó a mi. Si no le importa, voy a pasar un momento al despacho a recoger unos documentos.

- Esta bien ¿quieres que te acompañe por si no encuentras algo?

- Se lo agradecería.

Ambos se encaminaron hacia el despacho sin intercambiar palabra. Con la ayuda de su padre, Raimundo logró encontrar todos los papeles que necesitaba.

- Padre, tome. - Dijo Raimundo mientras sacaba del bolsillo del pantalón las llaves de casa y el anillo de los Ulloa. - Si necesita algo, estaré en el dispensario.

Ramón observó a su hijo mientras cogía con dificultad las maletas y salía por la puerta. Las lágrimas comenzaron a surcar sus mejillas mientras su mano apretaba con fuerza el anillo que Raimundo le había devuelto. Sólo había sentido en otra ocasión ese dolor en su pecho. Cuando faltó su mujer.

Por su afán de protegerle había perdido a su hijo. No había sido capaz de cuidarle, tal y como le prometió a su esposa antes de faltar. No había medido el alcance de sus actos y ahora Raimundo le abandonaba. Y lo que es peor, sabía que le había condenado a la infelicidad.

Por un momento se planteó si se había equivocado entorpeciendo su relación con Francisca. Era innegable que esa muchacha descarada y con arrestos más propios de un varón no le agradaba para su hijo. Y además sobre su espalda arrastraba el apellido Montenegro. Pero jamás había visto a su hijo tan feliz como cuando estaba junto a ella. Y debía reconocer que ella también le amaba a él.

Cuando años atrás se enteró de que Raimundo cortejaba a Francisca, se preocupó. Y no sólo por las diferencias entre las famílias, sino por el miedo que sentía a que su hijo sufriera por amor. Tanto como él había sufrido con la enfermedad de su difunta esposa.

Sentía miedo a que su hijo se hundiera tal y como él había hecho al perder a la mujer amada.

Ya en el despacho, Ramón abrió el primer cajón de la mesa y sacó la fotografía que con tanto celo guardaba allí. No supo cuanto tiempo pasó contemplándola. La tocaba con delicadeza, con miedo a desgastarla, pues tenía más de veinte años. Era el primer retrato que se hicieron los tres. En ese trozo de papel estaban las dos personas que más amaba: su mujer y su hijo. Ahí estaba reflejado el Ramón de antaño, el hombre duro que se convertía en arcilla por su familia.

Apuró de un trago la copa de coñac, siendo consciente de que casi había terminado la botella, pero necesitaba que el dolor por los recuerdos cesara.

- Ya te perdí a tí, no voy a perderle también a él. - Susurró Don Ramón sin dejar de mirar la fotografía, decidido a actuar.

Raimundo y FranciscaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora