ENRIQUE I

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Sabía que Francisca no cedería un ápice. Ni él mismo permitiría que le pasara nada malo a Raimundo. Con el paso de los años había encontrado en él a un hijo y, tras saber todo lo que había soportado por amor a Francisca, cada vez le quería más.

Deseaba tanto como ellos que al fin pudieran estar juntos y que disfrutaran de su amor. Ambos merecían ser felices y, además, su nieto también debía crecer junto a sus progenitores.

Pensó en Leonor. No debió haberle echado en cara su afán por contarle la verdad a Francisca. Hacía años que se había ganado el derecho de poder opinar. Y más ahora que era su pareja. Leonor le había devuelto la emoción de amar y saberse amado. Tras la pérdida de Esperanza, su esposa, sintió un vacio que ni Francisca ni su hijo mayor, Miguel, pudieron llenar. Y, tras el fallecimiento de este último, Francisca y Leonor consiguieron que no se hundiera en una espiral de dolor.

Decidió que una vez se calmara la situación daría un paso al frente: haría oficial su compromiso y le pediría matrimonio.

Sin darse cuenta, sumido en sus pensamientos, llegó al portal de la mansión Ulloa. Llamó al timbre si poder evitar su nerviosismo. Al cabo de pocos segundos Rosaura abrió y le hizo pasar al comedor. Tras darle aviso al Señor, le indicó que podía pasar al despacho.

- ¿A qué has venido? - Preguntó Ramón sin levantar la vista de los papeles que ocupaban su mesa.

- Ramón, tenemos que hablar. - Respondió con tono serio y frío Enrique.

- Tú y yo no tenemos nada de que hablar. - Le espetó Ramón mientras se levantaba del sillón. - Así que márchate por donde has venido.

- No Ramón. No me voy a ir hasta que me escuches. - Replicó el Montenegro mientras se sentaba.

- Enrique, no tengo ni tiempo ni ganas de escucharte. Así que vete o llamaré a mis hombres para que te echen de aquí a patadas. - Le amenazó aún de pie.

- Templa, Ramón. Te aseguro que te interesa lo que vengo a contarte. Está relacionado con Raimundo. - Le dijo sin dejar de mirarle a los ojos.

- ¿Qué ocurre? - Preguntó Ramón mientras se sentaba, dispuesto al fin a escucharle.

- Ésta mañana ha tenido un encontronazo en la casa de comidas con Salvador. - Comenzó a relatar.

- Lo sé. Como también sé que le ha dejado a la altura del betún. - Puntualizó Ramón orgulloso de como se había defendido Raimundo.

- Salvador quiere acabar con él, Ramón. Este mediodía se lo ha ordenado a sus hombres. - Dijo al fin Enrique.

- ¿Por qué me cuentas esto? - Preguntó Ramón. Pues no entendía porqué el Montenegro le advertía si eso era cierto. Sabía de sobra que Raimundo le estimaba en gordo y que ese afecto era recíproco, pero aún así no comprendía el proceder de Enrique.

- Porque yo aprecio a tu hijo, Ulloa. Y no quiero que muera. Raimundo es un gran hombre. - Se justificó Enrique.

- ¿Y traicionas a tu yerno por él? - Ramón seguía asombrado. Cierto era que la relación de Enrique con Salvador distaba un mundo de ser cordial. Pero a habidas cuentas, era el marido de su hija y el padre de su nieto.

- Sabes que siempre he querido como mío propio a tu hijo. Ramón, no le busques tres pies al gato. No te estoy mientiendo, he venido para poder salvar a Raimundo. Además, se lo debo. Gracias a él mi hija y mi nieto siguen con vida. - En ese instante pensó en Tristán. También era su nieto. Era el último Montenegro y el último Ulloa en llegar al mundo. Ese niño unía a dos familias que se habían odiado durante años.

- Tú hija. Siempre ella. Nunca le ha traído nada bueno a Raimundo. - Sentenció Ramón.

- Eso no es así y lo sabes. Tanto Francisca como Raimundo fueron muy dichosos juntos. Pero no vamos a discutirlo ahora. - No soportaba que despreciara de esa forma a Francisca. Estaba convencido de que si no hubiera sido una Montenegro, la habría aceptado como nuera. Ramón era un hombre que apreciaba el coraje de los demás. Y ninguna mujer sobre la faz de la Tierra tiene más coraje que su hija.

- Tienes razón. ¿Raimundo sabe esto? - Ramón decidió continuar con lo verdaderamente importante: la seguridad de su hijo.

- No. Sólo lo sabemos tu y yo. Ni siquiera Salvador tiene consciencia de que yo lo sé. Mientras regresábamos a la Casona él estaba muy irritado. Nos cruzamos con unos hombres que trabajan para él y me pidió que me adelantara. Pero no lo hice. Me escondí y le escuché. - Le explicó mientras Ramón le escuchaba atentamente. - Te aseguro que él no sospecha siquiera que nadie le ha escuchado.

- Mejor así. ¿Sabes cuándo tiene pensado actuar? - Preguntó Ramón mientras anotaba cosas en un papel.

- No. No han hablado tanto. Pero supongo que pronto, ésta tarde al caer la noche les ha reunido en la casa de comidas. Supongo que allí hablaran del asunto.

- Bien. ¿A quién se lo ha dicho? - Siguió preguntando Ramón. Cada dato podía ser crucial.

- A sus hombres de confianza. Los hermanos Millar, Juan el "cebollino", Benito el hijo del carnicero y Leonardo el de La Puebla.

- Perfecto. - Dijo mientras seguía anotando cosas en el papel.

- ¿Qué vas a hacer? - Preguntó Enrique, pues necesitaba explicarle a Francisca el proceder que iba a seguir Ramón para poder tranquilizarla.

- Eso nunca se desvela. - Contestó Ramón.

- Ulloa, quiero saber a qué he de atenerme. Yo me he comportado como un hombre poniéndote al tanto, merezco que tú actues igual.

- En primer lugar, ahora mismo voy a enviar a una pareja de hombres armados al dispensario. No van a despegarse de Raimundo en ningún momento. Y en segundo lugar, ésta noche enviaré a varios de mis hombres a la casa de comidas para descubrir como van a actuar. - Explicó al fin Ramón. - Confío en que si descubres algo nuevo, me mandarás aviso.

- Sí, por supuesto. - Contestó Enrique mientras se levantaba de la silla. - Una cosa más, Ramón ¿vas a matarle? - Preguntó al fin el Montenegro.

- No lo sé Enrique. Pero lo que ya te adelanto es que mi hijo no va a sufrir ni un arañazo y, si para ello Salvador ha de desaparecer del mapa, desaparecerá. - Sentenció Ramón convencido de lo que estaba diciendo. - ¿Tienes algo que decir al respecto?

- No. Lo que hagas, bien hecho estará. Los Montenegro no sabemos ni sabremos nada de su desaparición. - Afirmó Enrique mientras tendía la mano a Ramón.

- Y los Ulloa tampoco sabrán nada. - Respondió Ramón apretando con fuerza la mano que le tendía Enrique.

Raimundo y FranciscaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora