RAIMUNDO XVII

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No recordaba un verano tan caluroso como el que estaba viviendo este año. Tampoco recordaba un verano tan triste, tan apagado ni tan sombrío.

Habían pasado varios meses desde que Francisca le confesara sus verdaderos sentimientos hacia él. No había vuelto a hablar con ella, tan solo se habían visto de pasada por el pueblo o en algún evento importante de la comarca.

Ahora ni siquiera se encargaba él de controlar su embarazo, habían delegado esa función a Pablo y, gracias a él, Raimundo podía saber que todo iba sin contratiempos. A pesar de todo lo sucedido, a pesar de él mismo, seguía preocupándole su salud.

Su padre, Don Ramón, evidéntemente se enteró de todo lo acontecido. Durante varias semanas la relación entre ambos fue de lo más tensa. Pasaron dias, tras la disputa inicial, en los que ni siquiera se hablaban. Ahora los ánimos estaban más calmados, por supuesto seguían sin matener una relación paternofilial, pero al menos atendían juntos los problemas de la finca.

Tuvo que vender la casa de Oviedo, así como romper la relación con Ángeles. Por fortuna pudo mantener el secreto de Natalia y Zacarías, a los que seguía ayudando económicamente desde la distancia.

Con la llegada del verano los enfermos disminuían considerablemente, así que aprovechó para ir a la taberna de la plaza a tomar un buen vaso de vino. Allí sentado conversaba con sus paisanos, sobretodo de temas relacionados con la fundación qué, durante estos meses, para evadirse de sus problemas personales, se había volcado en ella y por fín había dejado de ser un proyecto para convertirse en una realidad.

Mientras se hallaba hablando con Don Pedro sobre temas legales, vió por la plaza a Don Enrique y Leonor. Ambos, tras cruzar la mirada con él, siguieron su camino y se adentraron en el colmado. Don Pedro dejó a Raimundo solo en la plaza para atender a tan ilustre clientela.

Al cabo de pocos minutos, Raimundo acababa de pedirse su quinto vaso de vino de la mañana, cuando iba a darle un sorbo escuchó una voz llamarle.

- ¡Doctor! ¡Don Raimundo! ¡Venga hacia aquí rápido! - Gritó Dolores, la esposa de Pedro desde la puerta del colmado.

Fue lo más rápido que pudo hacia el colmado, nada más abrir la puerta observó a Leonor tendida en el suelo y a Don Enrique a su lado tratando de reanimarla.

- ¿Qué ha pasado? - Preguntó alarmado mientras le tomaba el pulso a Leonor.

- No lo sé, Raimundo. Veníamos a hacer la compra semanal para la Casona y al entrar aquí se quejó de un fuerte dolor de cabeza y antes de que pudiera sentarse, se desmayó.

- No se preocupe, Don Enrique. Ayúdeme a llevarla al dispensario y allí la atenderé como es debido. - Entre ambos lograron levantarla y trasladarla hasta el dispensario con todo el cuidado del mundo. Uno la amaba con locura y el otro la quería como una madre.

Tras realizarle las pruebas pertinentes, Raimundo se relajó al saber que no le sucedía nada de gravedad.

- Raimundo... ¿Cómo está Leonor? - Preguntó acongojado Don Enrique mientras no dejaba de cogerle de la mano, tratando de trasmitirle que se hallaba allí junto a ella.

- Ha sufrido un desmayo. Con este calor y la carga de trabajo que lleva, le han mermado las fuerzas. Nada que no pueda arreglarse con mucho descanso, agua fresca y... - Susurró mientras le daba una palmada en el hombro. - Y con muchos mimos.

Don Enrique sonrió a la vez que se sonrojó. Observó en silencio como Raimundo se desenvolvía por el dispensario con una maestría inigualable, realizando brebajes y poniéndole paños de agua fría por el cuerpo a Leonor. Pensó en ese instante en su hija, en la pena que arrastraba durante estos meses por culpa del maldito de Salvador.

Raimundo y FranciscaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora