FRANCISCA XIX

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Sentía como los escalofríos por la espalda se le sucedían uno tras otro mientras gotas de sudor frío empapaban su frente. Ante ella estaba Salvador meciendo a un intranquilo Tristán.

La palabra "miedo" no describía al completo la sensación que estaba sintiendo. Su hijo estaba en manos de su peor enemigo. La pesadilla más cruel convertida en realidad.

Se intercambiaba miradas con su padre y Leonor, ambos visiblemente nerviosos al igual que ella. Y con razón, pues Tristán era idéntico a Raimundo.

Cierto era que nada le alegraba más que su hijo fuera el vivo retrato de su padre, pero ahora mismo hubiera deseado que no se asemejaran en nada.

Salvador parecía dichoso por tener a "su hijo" en brazos. En repetidas ocasiones había manifestado su deseo de que el bebé fuera un varón "para así asegurar la continuidad del apellido Castro".

- Parece que el niño tiene hambre. - Pronunció mientras le acercaba el bebé a Francisca, viendo que era incapaz de calmar su llanto. - Y cuéntame, querida, ¿cómo fue el parto?

- Ha sido un parto bastante largo y complicado, como suele pasar en los alumbramientos que se adelantan. - Explicó Francisca mientras mecía a Tristán, el cual ya estaba más tranquilo en los brazos de su madre.

- Me ha dicho tu padre que te atendió el Ulloa. - Dijo sin poder ocultar la rabia que sentía por ello.

- Sí, así fue. Don Pablo se encontraba en La Puebla y no quedaba otra opción. Mi padre le avisó y acudió.

- En efecto, tras llamarte a tí, Salvador, le llamé a él y por culpa del desprendimiento, nos encontrábamos aislados y Raimundo era el único doctor. - Explicó Don Enrique. - Como padre, no iba a dejar a mi hija y a mi nieto sin asistencia médica.

- Entiendo. ¿Cómo se comportó ese desgraciado? - Nada le enfurecía más que ese malnacido hubiera atendido a Francisca pero de no haber sido así, las posibilidades de que su hijo se hubiera malogrado eran enormes. Y con él se habrían puesto en peligro sus aspiraciones, pues sin Tristán, bien sabia que Francisca trataría de acabar con él.

- Realizó su labor sin más, Señor. Tanto Don Enrique como yo permanecimos al lado de Francisca. - Se apresuró a contestar Leonor. - Una vez comprobó que el pequeño Tristán estaba bien, se marchó a atender a los heridos.

- Bien. Confío en que no se atreva a volver por aquí. - Dijo acompañando sus palabras con una mirada amenazadora. - Y, cambiando de tema, ¿por qué le has llamado Tristán? - Preguntó Salvador curioso.

- Bueno, por casualidad. - Respondió Francisca turbada por la pregunta de Salvador.

- ¿Cómo así, querida?

- Bueno, verás, justo cuando rompí aguas estaba leyendo. Leía la novela de "Tristán e Isolda". - Explicó Francisca tratando de ser convincente. - Y pensé que eso era una señal. - Sentenció junto a una falsa sonrisa, tratando de convencer a Salvador. - ¿No te gusta el nombre, esposo?

- Sí, no me desagrada. Tristán Castro Montenegro. Suena bien.

Tras varios minutos más en la alcoba, Salvador decidió marchar a la taberna del pueblo para celebrar el nacimiento de su segundo hijo. Invitó a Don Enrique a acompañarle y éste no pudo negarse.

Una vez solas, Leonor y Francisca respiraron tranquilas. Un tanto nerviosa, Leonor trató de mantener la conversación que deberían haber tenido meses atrás.

- Francisca, ¿podemos hablar? - Preguntó titubeante.

- Claro Leonor, dime.

- Verás... yo quería en primer lugar... perdirte disculpas.

- ¿Por qué motivo? - Preguntó un tanto desconcertada mientras dejaba a Tristán en su cuna.

- Bueno... por no haberte contado antes que yo y... y tu padre... - Era incapaz de encontrar las palabras exactas.

- Leonor, no tienes que disculparte por nada. - Respondió sinceramente Francisca.

- Yo creo que sí. Quería contártelo. Bueno, queríamos, pero dada la situación que estabas viviendo... No quisiera que pensaras que pretendía ocultártelo.

- De verdad Leonor, no tienes que darme ninguna explicación. Ambos son personas libres, buenas, se conocen desde hacen años y a mí me hace muy feliz. - Afirmó sin dejar de sonreirle, pues era cierto que se alegraba en gordo de que su padre y ella se hubiesen enamorado.

Ambas se fundieron en un abrazo, sin poder evitar emocionarse. Habían pasado tantas cosas en tan poco tiempo que no podían controlar sus sentimientos. Leonor, por fín pudo respirar tranquila. Saber que Francisca aceptaba su relación con Enrique la llenaba de dicha.

- Y bueno, ahora cuéntame tú ¿qué tal con Raimundo?

- Muy bien, tata. De maravilla. - Dijo sin esconder su felicidad. - Me siento un poco más libre al saberle conocedor de todo. Y ayer... ayer fui la mujer más feliz del mundo.

- Raimundo es un hombre maravilloso, Francisca. Y te quiere con locura.

- Lo sé. Y ojalá puediera demostrarle a cada instante lo mucho que le amo.

- Lo harás Francisca. El destino os ha regalado un hijo y un amor inmenso.

- Sí... y también nos ha "regalado" obstáculos igual de inmensos llamados Salvador Castro y Ramón Ulloa.

- Tienes razón, pero no estáis solos: nos tenéis a tu padre y a mí. Por el momento, sólo puedo garantizarte que cuando Salvador se ausente de Puente Viejo idearemos algo para que podáis coincidir. - Le prometió Leonor.

- Espero que sea pronto, me gustaría que pudiera estar aquí, junto a Tristán y junto a mí. Que nos mimara como hizo ayer y que pudiera disfrutar de su hijo como merece.

- Aprovecharemos la próxima salida de Salvador, además, ahora que Raimundo no está bajo el techo de su padre se me antoja que será más sencillo.

- Ese es otro tema ¿cómo habrá reaccionado Don Ramón?

- Conociéndole, presupongo que mal. Pero tal vez recapacite.

Tras pasar varios minutos charlando, Leonor marchó a realizar las tareas de la casa. Francisca aprovechó para jugar con su pequeño mostrándole la libélula azul que en su día le regaló Raimundo.

A cada minuto que pasaba descubría en Tristán más similitudes con su padre. Tenía la misma mirada pura y profunda de Raimundo.

Aún pesaba sobre ella el esfuerzo realizado durante el parto. Apenas había descansado la noche anterior y decidió tumbarse un rato, aprovechando que Tristán se había dormido.

Mientras el sueño se iba apoderando de ella, pensó en cuanto añoraba a Raimundo. Aún en su recuerdo permanecía su aroma, sus brazos rodeándole con firmeza mientras depositaba sobre su cabello decenas de besos.

Y así, recordando su sabor y su tacto, se durmió profundamente.

Raimundo y FranciscaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora