RAIMUNDO Y FRANCISCA XVI

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Después del susto y del desconcierto inicial, Leonor tomó el mando de la situación. Rápidamente llamaron a Rosario y, entre los tres, llevaron a Francisca a su alcoba.

- Venga Enrique, llama a Don Pablo y que venga cuanto antes. - Le exigió Leonor que, viendo la inquietud en los ojos de Enrique, se acercó a él para acariciarle tiernamente la mejilla. - No temas, todo va a salir bien y en pocas horas tendrás a tu nieto en brazos.

- Francisca, hija, aguanta, enseguida vuelvo con el doctor. - Dijo mientras le daba un cálido beso en la sien y salía corriendo de la alcoba.

Francisca era incapaz de articular palabra. El dolor que sentía era terrible, superior a lo que ella había imaginado. Gritaba sin poder evitarlo, se retorcía sobre la cama sin control y no cesaba de mirar a Leonor.

- Vamos mi niña, ha llegado el momento, ¡debes ser fuerte Francisca! - Pronunció Leonor con un tono maternal que ya no escondía a pesar de encontrarse también Rosario en la alcoba. - Rosario, ve a calentar varios barreños de agua y trae las sábanas y toallas más buenas. ¡Rápido!

- Tata ¡esto es insoportable! ¡Siento que me desgarro por dentro!

- Tranquila Francisca, es normal. Ahora céntrate en controlar la respiración ¿vale? - Trató de tranquilizarla mientras no cesaba de empaparle la frente con agua fresca. - Piensa que dentro de nada conocerás a tu hijo y no hay nada más bonito que eso.

- Leonor, por favor, si algo sale mal, ya sabéis que hacer. - Francisca, fruto del dolor propio de parto, sentía que se le escapaba la vida en él. Necesitaba tener todo bajo control por si el destino volvía a jugarle una mala pasada.

- ¡No pienses en eso! ¡Céntrate en la respiración y deja esos pensamientos que no ayudan en nada! - Le espetó Leonor.

Tras varios minutos, las contracciones iban sucediéndose cada vez más seguidas. Leonor y Rosario trataban de mantener tranquila a Francisca pero, tras la larga espera, ya comenzaban a impacientarse.

De pronto entró, con gesto serio, Don Enrique a la alcoba.

- El camino a La Puebla está cortado por un desprendimiento de tierra. Es imposible que Don Pablo pueda llegar antes de mañana. ¿¡Qué hacemos!? - Explicó desesperado Don Enrique al ser incapaz de ayudar a su hija.

- ¡Sólo queda una opción! ¡Ve a por Raimundo y no vuelvas sin él! - Le gritó Leonor al comprobar como las lágrimas de Francisca comenzaban a brotar de sus ojos.

Don Enrique salió escopetado de allí. No iba a volver a entrar en esa alcoba sin un médico a su lado.

Raimundo acababa de llegar a casa. Había pasado la tarde atendiendo a los heridos del derrumbe ocasionado en la montaña que comunicaba Puente Viejo y La Puebla. Al entrar se encontró con su padre, tras saludarse cordialmente, se sentó en el sillón a leer la prensa mientras disfrutaba de un buen coñac.

Al cabo de pocos minutos, oyó como alguien llamaba a la puerta y no cesaba de aporrearla. Tal fue el estruendo que emitió que su padre se acercó a la entrada junto a él para ver de quien se trataba. Ambos se llevaron una gran sorpresa.

- ¿Se puede saber qué diantres estás haciendo, Montenegro? - Le gritó Don Ramón.

- Raimundo, ¡es una urgencia!, ¡Necesito que vengas corriendo a la Casona! - Dijo Don Enrique ignorando por completo a Don Ramón.

- ¿Qué ha ocurrido? ¿Se trata de Leonor? - Preguntó preocupado Raimundo a raíz de lo acontecido esa misma mañana.

- No, se trata de Francisca. ¡Se ha puesto de parto!

- ¿Y pretendes que mi hijo la atienda? - Preguntó irónico Don Ramón ante la osadía del Montenegro.

- ¡La carretera a La Puebla está cortada! ¡No hay otro médico! - Contestó alterado Don Enrique.

Raimundo seguía impactado por la noticia. Hasta donde él sabía, a Francisca aún le quedaban varias semanas para salir de cuentas.

- Eso no es problema nuestro. La ramera de tu hija tendrá que parir sola como hacen otras tantas mujeres. - Contestó el Ulloa mientras empujaba a Enrique fuera de su casa.

El Montenegro no pudo más y golpeó con firmeza a Ramón.

- ¡Deténganse! - Les gritó Raimundo mientras les trataba de separar. - Cojo el maletín y vamos. - Sentenció mientras se dirigía al armario de la entrada dónde siempre guardaba el material médico cuando estaba en casa.

- ¿Te has vuelto loco? ¿Vas a ayudar a esa perra? ¿Es que no recuerdas como te ha humillado? - Gritó Ramón lleno de ira ante el gesto de su hijo.

- ¡Ya está bien padre! Francisca es una habitante de Puente Viejo y he de ir en calidad de médico del pueblo. - Contestó Raimundo mientras acababa de coger todo lo necesario.

- Como vayas a atenderla, no vuelvas a entrar en esta casa. - Le amenazó seriamente Don Ramón.- No tienes ni una pizca de dignidad. ¡No mereces ser un Ulloa! - Le gritó a su hijo tratando de hacerle entrar en razón.

- Si es así, ya puede desheredarme. - Sentenció Raimundo mirando fijamente a su padre. - Don Enrique, vayamos, no hay tiempo que perder.

El fuerte portazo de Raimundo dejó hundido y lleno de rabia a Don Ramón. Acababa de comprender en ese mismo instante que le había perdido para siempre. Le había perdido por culpa de esa maldita muchacha. Aguantando como pudo las lágrimas en sus ojos, se dirigió lo más dignamente posible a su despacho, no quería que ninguna de las criadas notara su pesar.

Raimundo y Don Enrique iban galopando lo más rápido posible sobre el caballo del Montenegro.

- Raimundo yo... Yo no sé como agradecerte todo esto. - Se sinceró con él. - Sé que no es justo para tí, pero mi hija te necesita.

- No hay nada que agradecer, Señor. - Contestó bruscamente Raimundo, tratando de disimular que aunque no se lo hubiera pedido, él mismo hubiera recorrido el mundo para ayudar a Francisca. - ¿Su yerno sabe que voy hacia allí? - Preguntó algo tenso, pero necesitaba saber a que atenerse y, desde luego, no tenía ningunas ganas de enfrentarse a él.

- No, Salvador se encuentra en La Puebla. No te preocupes por él.

- Bien sabe usted que no soy bienvenido en la Casona y no deseo que me importune.

- Raimundo, te aseguro que nadie te molestará. Francisca es lo primero y si tengo que enfrentarme con el mismo diablo lo haré sin titubear. - Sentenció Don Enrique, sabiendo del esfuerzo de Raimundo.

- Está bien. ¿Cuánto hace que Francisca ha roto aguas?

- Más de una hora.

- Pues apresúrese todo lo que pueda, tratándose de un parto prematuro el tiempo es crucial. - Afirmó altamente preocupado Raimundo. El mero hecho de pensar que Francisca estaba sufriendo, le quebraba el alma. Por más que su conciéncia le animaba a odiarla, su corazón no podía más que amarla con todas sus fuerzas.

- Estamos llegando ya. - Comentó Don Enrique, pues por un momento se quedó en blanco. ¿Y si Raimundo se daba cuenta de que el parto apenas se había adelantado unos dias? ¿Y si descubría que era su hijo el que estaba por llegar?

Por un momento dudó sobre llevar o no a Raimundo a la Casona, pero pensándolo detenidamente, igual era mejor que lo descubriera y se solucionara todo de una vez y, por encima de todo, Francisca y su nieto le necesitaban más que nunca.

Raimundo y FranciscaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora