RAIMUNDO Y FRANCISCA VII

299 16 0
                                    

Las agujas del reloj no pasaban. Raimundo no cesaba de contemplar el reloj que decoraba la fría habitación del hospital. El médico se retrasaba en su visita y él no aguantaba más.

Su padre le había contado que Salvador había sido encarcelado hacía unos días. Por fín respiró tranquilo, esa bestia, por el momento, no se acercaría a Francisca.

Ahora sólo quedaba pensar qué podían hacer ellos para ser felices. Una simple pregunta que no tenía una respuesta correcta.

Durante estos días, Raimundo recibió la visita del investigador privado. Este le relató numerosos 'secretos' que escondía el Castro. No parecían gran cosa, pero podrían servir en un futuro. Le pidió que siguiera investigando hasta saber todo de él, cualquier pequeño detalle podría servir si se sabía usar. En eso su padre había sido un maravilloso maestro.

Acababa de llegar Febrero. Francisca se encontraba en su alcoba tomando una manzanilla mirando por la ventana al exterior. Había pasado algo más de una semana desde que encarcelaron a Salvador y no podía negar que se sentía mejor sabiéndole lejos.

Sentía crecer su barriga por segundos, ya había mandado que guardaran varios vestidos que no le venían bien y había ido a comprar otros en la Puebla.

Tras varios minutos esperando, llegó el doctor con las mejores noticias posibles.

- ¿Eso significa que me ha dado usted el alta?

- En efecto, Raimundo. Ya puede marchar a su casa cuando guste. ¿Quiere que avise a alguien?

- No, no, gracias. Creo recordar que mi padre dejó aquí una calesa para que pudiera volver a casa cuando gustase.

Raimundo, tras despedir educadamente a su compañero, se vistió raudo y llevó él mismo la calesa hasta Puente Viejo. En un primer momento pensó en ir directamente a la Casona, quería ver a Francisca cuanto antes. Pero, por suerte, su conciencia estaba allí, junto a él, y decidió ir primero a su casa. Más tarde ya buscaría una excusa para escabullirse.

Quiso la fortuna que, cuando llegó, Rosaura, la criada, le informó que su padre había marchado a la capital a cerrar unos negocios, sabiendo de su mejoría. Dejó el equipaje, se lavó, se acicaló y puso rumbo a la Casona.

Francisca y Don Enrique se encontraban en el salón hablando sobre las tierras. A pesar de la insistencia de su padre, Francisca no quería desentenderse de su trabajo y se mantenía al día. Oyó que llamaron a la puerta, pero no prestó atención a quién era la visita.

- ¿Ésto es lo que entiende usted por reposo, Doña Francisca? - Dijo Raimundo con un fallido tono de reproche.

Francisca se sobresaltó. Primero por no esperar que fuera él y segundo por no poder refrenar sus ansias de abrazarle. Y no pudo refrenarlas. Se levantó de un saltó del sofá y tan rápido como pudo fue hacia él.

- ¡Raimundo!

Se abrazaron con fuerza. Sus manos no podían abarcar tanto como deseaban. Ella no paraba de contemplarle, acariciando su rostro, su torso y su espalda, en un vano intento por comprobar que estaba bien. Él la rodeaba por la cadera mientras no dejaba de observarla. Estaba preciosa. Más si cabía. Sin pensarlo dos veces, a pesar de saberse vistos por Don Enrique y Leonor, Raimundo le acarició el rostro y le dió un beso tierno, suave, cálido. Cargado de amor y añoranza. Al principio Francisca trató de resistirse, estaba su padre allí y bastante se había puesto en evidencia abrazándole como había hecho. Pero necesitaba tanto un beso suyo, el calor de sus labios, el roce de su lengua. Y le devolvió el beso con la misma ternura que él le había dado. Con el mismo amor.

Raimundo y FranciscaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora