FRANCISCA XVIII

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El último comentario de Raimundo la había dejado descolocada y muy preocupada. ¿Qué pretendía hacer ahora?

- Francisca, cariño ¿lavamos a Tristán? - Preguntó Leonor.

- Sí, claro. - Dijo mientras se ponía en pié con el pequeño en brazos.

- Bueno, yo voy a bajar al despacho. Supongo que las doncellas estarán al caer y voy a darles la buena nueva. - Explicó Don Enrique tras darle un beso a Tristán. - Cuando sepa algo de Salvador, os avisaré.

- Padre espere, ¿fue muy grave el desprendimiento de ayer? ¿Han habido víctimas o heridos? - Preguntó Francisca al caer en que Raimundo iba a pasarse todo el día en el dispensario.

- No, apenas unos cuantos heridos leves ¿por qué lo preguntas?

- Entonces, ¿por qué ha dicho Raimundo que estaría en el dispensario?

- Bueno... Supongo que tendrá trabajo acumulado o visitas concertadas. - Mintió Don Enrique, pues en su mente resonaban las palabras de Ramón.

- Padre, no me mienta. ¿Hay algo que deba saber? - Inquirió Francisca al notar como su padre mentía. - Y le exijo la verdad, que ya vamos sobrados de mentiras. - Exigió tras dejar tiernamente a Tristán en la cuna.

- Supongo que Raimundo pasará una larga temporada en el dispensario.

- ¿Por qué motivo?

- Verás hija, ayer, cuando fui a buscar a Raimundo para que te atendiera en el parto no le encontré en el dispensario y fui a su casa. También estaba su padre cuando le expliqué qué sucedía y el cual, tras pedirle ayuda a Raimundo y éste aceptar, enfureció. - Enrique paró, sabía que si continuaba su hija se preocuparía pero debía decirle la verdad, antes de que se enterara por otro medio.

- Nunca fui Santo de su devoción, padre. Continúe, por favor.

- Don Ramón amenazó a Raimundo. Le dijo que si venía a ayudarte que no volviera a aquella casa. - Pronunció mientras se acercaba a Francisca. - Así que supongo que Raimundo se quedará en el dispensario, en la casa habilitada para el doctor.

Francisca se sentó al borde de la cama junto a Leonor, la cual la abrazó cariñosamente.

- Hija, no te preocupes. - Dijo Don Enrique mientras se sentaba a su lado arropándola también.

- ¿Y cómo no hacerlo, padre? Ahora por mi culpa Raimundo no tiene donde ir.

- Francisca, no te culpes. Raimundo tiene un salario y el dispensario hay habilitada una habitación y una cocina para el doctor. - Trató de sosegarla Leonor.

- Haz caso a Leonor, cariño. Además, Raimundo también tiene una mujer que le quiere. Y un hijo precioso. - Sentenció Don Enrique mientras miraba al pequeño Tristán. - Estoy convencido de que prefiere eso a convivir con su padre.

- Una mujer que le quiere casada con un monstruo y un hijo al que no va a poder tratar como tal. - Maldijo Francisca.

- Escúchame Francisca. No podemos rendirnos ahora. Raimundo ya sabe la verdad, aún tenéis una oportunidad para ser felices, mi bien.

- Padre, déjelo. Se lo ruego. No me ilusione con un imposible. - Dijo Francisca mientras se acercaba a la cuna para coger en brazos a Tristán. - Leonor, ¿me ayudas a lavarlo? - Preguntó con una fingida sonrisa, tratando de aliviar la pesadumbre que también les aflijía a su padre y Leonor. Ahora no era el momemto de hablar de posibles soluciones. Ahora era el momento de cuidar de Tristán.

Leonor asintió con la cabeza y, tras acariciar a Enrique, se encaminó hacia el baño junto a Francisca. Por su parte, Don Enrique salió de la habitación para realizar sus labores, tratando de buscar una solución para su hija y su nieto.

Tras lavar y vestir a Tristán, Leonor y Francisca seguían en la alcoba charlando, cuando de pronto sonó la puerta.

- ¡Enhorabuena Señora! - Le felicitó una emocionada Rosario. - Ya me ha contado el Señor que todo ha ido bien y que ha sido un niño.

- Muchas gracias Rosario. Y sí, Gracias a Dios ha ido todo estupéndamente. ¿Quieres cogerlo? - Le ofreció Francisca.

- Por supuesto. - Contestó mientras tomaba al bebé en brazos. - ¡Madre mía! ¡Es hermoso, Señora! Y se le ve sano, no parece un niño adelantado.

Tanto Leonor como Francisca se miraron asustadas. Era evidente que Tristán era muy grande, como el bebé cumplido que era.

- Sí, la verdad es que es un niño precioso y grande. Eso es porque no habéis parado de cuidarme y engordarme durante estos meses. - Chanceó Francisca, tratando de no darle importancia al comentario de Rosario.

En el despacho, Don Enrique trataba de concentrarse en los papeles que invadían su escritorio. Salvador debía estar a punto de llegar, pues bien entrada la mañana le había llamado para preguntar por Francisca.

Mientras seguía enfrascado en sus pensamientos, Leonor entró en el despacho.

- Enrique, Salvador acaba de llegar, está en las caballerizas. Ve a avisar a Francisca y así no tendrá que estar sóla con él. - Le sugirió mientras se acercaba a él y le daba un beso en los labios, no sin antes cerciorarse que ninguna criada merodeaba por el comedor.

- Tienes razón, será mejor que subamos junto a Francisca y nuestro nieto. - Dijo mientras se levantaba del sillón. - ¿Podrás subir las escaleras bien o necesitas ayuda, abuela? - Bromeó tras resaltar la palabra "abuela".

Leonor sonrió y salió presta del despacho, dejando a Enrique atrás. No podía ocultar que le encantaba que tanto Raimundo, Francisca y Enrique se dirigieran a ella como abuela de Tristán.

Tras llamar a la puerta, Enrique entró en la alcoba de su hija acompañado de Leonor. Francisca se encontraba sentada en la cama mirando a Tristán, mientras sostenía en sus manos la libélula azul que años atrás le había regalado Raimundo.

- ¿Está dormidito? - Preguntó Don Enrique apenado, pues le hubiera gustado dedicarle unas carantoñas al pequeño.

- Ahora acaba de dormirse. - Sentenció Francisca. - Cuando duerme frunce el ceño como su padre. - Explicó sonriendo.

- Francisca, cariño, Salvador acaba de llegar. - Dijo Leonor, siendo consciente de que no era la mejor noticia que darle.

- Si quieres podemos decirle que estáis durmiendo ambos y así reposas tranquila un poco más, lo que tú quieras Francisca. - Le sugirió Don Enrique, pues a él tampoco le hacía ninguna gracia que ese malnacido pasara tiempo cerca de su hija y de su nieto.

- Tranquilos, no es necesario, sabíamos que éste momento iba a llegar y estoy preparada. Gracias por avisarme. - Afirmó Francisca mientras se escuchaban voces fuera y llamaban a la puerta.

- ¿Dónde está el pequeño de los Castro? - Preguntó Salvador sonriente y con una expresión triunfal, mientras se acercaba a la cuna.

Tanto Francisca, Enrique y Leonor rezaron con todas sus fuerzas para que se produciera el milagro. El milagro de que Salvador no se diera cuenta de que el niño que tenía delante no era un Castro, sino un Ulloa.

Raimundo y FranciscaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora