RAIMUNDO XIX

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Por fín había logrado adecentar la casa. Agotado se sentó sobre el sillón del comedor, tratando de descansar un ápice.

Pensó en Francisca y en Tristán, en como estarían. Su mente no cesaba en imaginar a Salvador junto a ellos y eso le llenaba de ira. Y de celos.

Tuvo que refrenar en varias ocasiones el impulso de acercarse a la Casona a verles. Necesitaba estar cerca de ellos, comprobar que estaban bien y poder cuidarles. Pero no debía.

Miró el reloj y se dió cuenta de que aún no había comido. Decidió ir a comer a la casa de comidas, más tarde se acercaría al colmado y compraría algo de comida para llenar la despensa, pues no tenía ni un par de huevos para hacerse una tortilla.

Salió del dispensario y se dirigió hacia la taberna deseando que pudieran darle algo de comer a pesar de la hora que era. Mientras se iba acercando escuchaba la algarabía que había en el interior.

Nada más abrir la puerta, decenas de ojos se posaron sobre él. Y entonces le vió. Allí estaba Salvador, acompañado de Don Enrique y varios hombres del pueblo bebiendo. Notó como todos se callaron y se intercambiaban codazos.

Trató de calmarse y hacer caso omiso. Por un momento se planteó salir de allí, pero no quería darle ese triunfo al Castro. Tras dar las buenas tardes se sentó en una mesa vacía y llamó a la camarera.

Salvador no le quitaba el ojo. Y Don Enrique tampoco, pues era consciente de la que se podría avecinar.

- Señores, ¡otro vino a la salud de mi mujer y mi hijo! - Gritó Salvador mientras alzaba el vaso. Tras hacerlo, se dirigió hacia la mesa donde estaba Raimundo.

- Doctor, ¿no va a celebrarlo con nosotros? - Le preguntó con recochineo.

- Por supuesto. - Respondió Raimundo, alzando su copa hacia Salvador. "Como no voy a brindar por la mujer a la que amo y por mi hijo" Pensó Raimundo para tratar de calmar las ganas que tenía de tumbarle a golpes.

- Sepan ustedes señores, que el Doctor Ulloa, también es un buen partero. Casi tan bueno como las viejas que rondan los caminos con sus pomadas y brebajes. - Comentó tratando de humillarle.

Todos rieron ante aquel comentario. Cierto era que aún no estaba bien visto que un hombre, por muy doctor que fuese, atendiera en un parto. Se consideraba que eso era "un asunto de mujeres".

Don Enrique ardía por dentro. Si no hubiera sido por Raimundo probablemente hoy estaría en el funeral de su hija y de su nieto. Ambos le debían la vida a él, que les socorrió sin saber la verdad. Raimundo era un hombre hecho y derecho, no como Salvador, al que despreciaba con toda su alma.

- Salvador, tienes razón. - Dijo Raimundo con una fingida voz de pesar. - Yo sólo soy un simple médico que salva vidas. Tú sí que eres un hombre de verdad. Un hombre sin oficio y mantenido por su mujer. Todo un ejemplo. - Sentenció Raimundo. Sabía que no debía entrar en su juego, pero no pudo evitarlo.

Todos los presentes enmudecieron. Ninguno daba crédito a lo que habían escuchado. Nadie en su sano juicio afrentaría de ese modo a Salvador. Y el Ulloa lo había hecho, había devuelto el ataque y con más fuerza del que había recibido.

Salvador dejó caer el vaso al suelo. Ese desgraciado le había humillado delante de medio pueblo, en pocas horas sería la burla de toda la comarca. Observó a Raimundo, el cual seguía comiendo como si nada hubiera pasado. Su mente bullía a toda prisa tratando de replicarle, pero no encontraba nada que decirle. Sólo podía pensar en abalanzarse sobre él y golpearle hasta matarlo con sus propias manos.

- Salvador, vamos a la Casona a comer. Es muy tarde y Francisca debe de estar esperándonos. - Le sugirió Don Enrique, tratando de evitar que se enzarzaran otra vez.

- Tiene razón, suegro. Vayamos. Mi mujer y mi hijo me esperan. - Contestó altivo Salvador, sabiendo que esas palabras herían a Raimundo más que cualquier golpe. - Tabernera, cóbrate también la comida del partero. Apúntalo en la cuenta de la familia Castro Montenegro.

Raimundo permanecía sentado mirando fijamente el plato de comida. Sabía que acababa de ganar la batalla, pero la guerra iba a ser muy larga. Y muy dura. Tras marcharse Salvador y Don Enrique, los paisanos comenzaron a murmurar sobre lo ocurrido. Entre ellos estaba José Castañeda que se acercó hacia él.

- Don Raimundo, ¿cómo está?

- Hola José, bien, disfrutando de este cocido. ¿Y tú cómo estás? ¿Qué tal está Alfonsito? - Le preguntó sin poder evitar pensar en su hijo. De seguro que dentro de unos meses ambos jugarán por los jardines de la Casona.

- Bien señor, cada día está más grande y lozano. - José titubeó antes de continuar. Conocía a Raimundo desde pequeños y le consideraba su amigo, pero no sabía como afrontar la situación. - Me gustaría hablar con usted.

- Claro, siéntate y cuéntame. - Le ofreció Raimundo mientras apartaba a un lado de la mesa el plato.

- Verá Señor, no sé cómo preguntarle esto pero... Andan comentando que ahora reside en el dispensario. Le han visto con maletas y las ventanas de la casa están abiertas...

- Así es. Ahora vivo en la casa del doctor. Veo que los chismorreos en éste pueblo vuelan.

- Yo no pretendía ofenderle, Señor.

- No no, José. No me refería a tí. Y te agradezco que me hayas puesto al tanto, de verdad.

- Y... si no es indiscreción ¿por qué lo ha hecho, Señor? La gente murmura...

- Imagino que deben de haber ideado decenas de hipótesis ya. - Sonrió Raimundo pensando en que no andarían del todo desencaminados. - El motivo es que quiero ser reconocido como médico y no sólo como el hijo de Ramón Ulloa. Llevaba tiempo queriendo instalarme en el dispensario y, como ahora en verano hay menos trabajo, he decidio que era el momento. Bien sabes que nunca he ambicionado la fortuna ni la posición, así que he decidido encarrilar mi vida. - Sentenció Raimundo. No quería mentir a José pero tampoco podía contarle la verdad y, por eso, decidió maquillar su versión. Ahora la gente seguiría murmurando, pero no le darían más vueltas y, lo más importante, no relacionarían su decisión con Francisca.

- Señor, en este pueblo se le respeta como médico. No necesitaba irse de su casa para demostrarlo. Creo que no hay un solo paisano que no le agradezca haberle atendido a él o a algún familiar suyo. - Le respondió José, pues lo que decía era totalmente cierto. Todo Puente Viejo estimaba a Raimundo. Siempre se había desvelado por ellos, había luchado para lograr tener un dispensario digno y todos reconocían la labor que hacía a través de la fundación.

- Gracias José. De verdad.

- No hay de qué, Señor.

Hablaron un rato más hasta que José tuvo que volver al trabajo. Raimundo aprovechó para realizar varias compras en el colmado y aguantó las embestidas de Dolores Asenjo de Mirañar, la esposa del alcalde, de forma admirable.

Mientras tanto, Don Ramón escuchaba atentamente aquello que le relataba su hombre de confianza, el cual había estado presente en la casa de comidas. Le relató el enfrentamiento de Raimundo con Salvador y cómo éste se había marchado de allí con el rabo entre las piernas.

Don Ramón se quedó meditando en el despacho. Sabía que Raimundo contaba con la simpatía del pueblo y que estaría bien en el dispensario. Raimundo solo contaba con un enemigo, Salvador Castro. Y como padre, supo de inmediato como ayudar a su hijo.

Raimundo y FranciscaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora