Habían pasado varias semanas desde el ataque al corazón que padeció Ramón. Se había restablecido por completo y todo gracias a Raimundo, que permaneció varios dias en la mansión junto a él. Durante ese periodo de tiempo Ramón logró limar asperezas con su hijo, cierto era que quedaba mucho camino por delante, pero sabía que Raimundo le estaba dando una última oportunidad. Y no la iba a desperdiciar.
Durante esos días Ramón comenzó a mover sus hilos con las autoridades y a recabar pruebas para incriminar a Salvador. Tanto Raimundo como los Montenegro, sabían de ello y procuraban ayudarle aportando datos sin levantar sospecha.
Francisca no podía evitar sentirse dichosa a la par que asustada. Veía cada vez más cerca la posibilidad de estar con Raimundo y, además, Tristán seguía creciendo fuerte y sano. Como era habitual, Salvador se había marchado a Madrid para visitar a su hijo y atender negocios.
Vistió a Tristán y se puso un vestido nuevo que había encargado a la modista la semana pasada. Hoy era sábado y Raimundo estaba en el dispensario arreglando papeles, era el momento idóneo para hacerle una visita.
Con sumo cuidado vigiló el callejón que daba a la puerta de la consulta del doctor. No había nadie merodeando, al ser día de mercado las mujeres estaban allí mientras que los hombres faenaban a esas horas, así que llamó a la puerta.
- Buenos días doctor, me preguntaba si tenía un instante para atendernos. - Preguntó sonriente al ver como se le habían iluminado a Raimundo los ojos al verles.
- ¿Tiene usted cita, Señora Montenegro? - Preguntó con sorna Raimundo mientras se acercaba hacia ella.
- No, doctor. Pero si lo desea podemos voler luego. - Chanceó mientras se giraba hacia la puerta.
Rápidamente Raimundo la rodeo por la cintura y le acercó hacia él.
- ¡Que te lo has creído tú! - Le respondió mientras la colmaba a besos.
Pasaron varios minutos besándose, mimándose, abrazándose y queriéndose con devoción y con toda la libertad que les permitía la intimidad de esas cuatro paredes. Tristán, a pesar de sus escasos meses de vida, era el vivo reflejo de la felicidad que se respiraba cuando sus padres estaban juntos. Cuando los tres se comportaban como la família que eran.
- ¿Y tú no dices nada? - preguntó sonriente Raimundo al comprobar como Tristán les observaba en silencio desde el carrito. - ¿Acaso no has echado de menos a tu papá? - Le preguntó mientras le cogía para no dejar ni un milímetro de sus rojos mofletes por besar.
Francisca contemplaba embelesada la escena. Si adoraba a Raimundo y adoraba a Tristán, cuando los veía juntos, su corazón latía al máximo nivel de felicidad posible. Así que decidió acomodarse en la camilla, procurando hacer el mínimo sonido posible para no llamar la atención de ninguno de sus hombres; pero su objetivo se esfumó cuando, sin querer, tiró al suelo una bandeja que estaba apoyada en la propia camilla.
Al escuchar semejante estruendo, Tristán tembló asustado y se aferró aún más a los brazos de su padre, a la par que ambos fijaron la mirada en Francisca, la cual ya se encontraba agachada en el suelo tratando de reparar el mal ocasionado y lamentándose de su torpeza. Al ver a su madre, Tristán comenzó a gimotear, recordando tal vez lo bien que estaba en brazos de aquella mujer.
- Ya me encargo yo cariño. - Le dijo con ternura Raimundo. - Coge tú a Tristán. - Raimundo notó de inmediato que su hijo quería ir con su madre.
- Lo lamento Raimundo, no me había dado cuenta de que estaba la bandeja ahí... - trató de disculparse Francisca mientras cogía a Tristán, el cual ya se había relajado al notar el olor de su madre.
- No te preocupes que solo son unas tijeras y demás enseres sin importancia. - Le respondió Raimundo una vez había recogido la última aguja del suelo y, tras reincorporarse, se acercó a sus labios para darle un pequeño beso. - Eso sí, voy a desinfectarlos de inmediato, apenas me llevara 5 minutos pero ya sabes que... - Raimundo trató de justificar la necesidad de acometer aquellos actos, pues le parecía del todo descortés enfangarse en esos menesteres mientras Tristán y Francisca estaban allí, pero justamente ella no le dejó continuar.
- 5 minutos que, si me permites que te ayude, serán 2 y medio. - Se ofreció mientras dejaba a Tristán en la cuna y buscaba en su bolso un pequeño sonajero de madera del cual Tristán se había quedado encandilado nada más escucharlo.
Raimundo sonrió encantado y, con un simple gesto le indicó a Francisca que se sentara en la silla mientras él iba a por la botella del desinfectante y una tinaja que justo se encontraban en la estantería al lado del carrito de Tristán. Francisca siguió cada uno de sus movimientos. Si para ella Raimundo era un hombre perfecto en todos los sentidos, verle con la bata de médico despertaba con una fuerza descomedida todos sus instintos carnales más salvajes.
Tras explicarle como debía hacerlo, Francisca puso toda su atención en finiquitar rápido y bien la tarea. Raimundo sonrió al verla y es que cada vez que ella se concentraba para realizar cualquier cosa, inconscientemente sacaba la punta de la lengua. Y eso era otra de las millones de cosas que le tenían perdidamente enamorado de ella.
En apenas un par de minutos, ambos habían terminado de desinfectar todos los instrumentos, así que Raimundo tendió una toalla en el marco de la ventana que daba al río con la intención de depositar sobre ella los utensilios para que se secaran.
De pronto sintió como ambas manos de Francisca se aferraban a sus nalgas y, sin tiempo de reaccionar, las mismas manos viajaron por su cintura, pasando por su vientre, rozando cada uno de sus abdominales, para terminar el viaje en sus pectorales. Todo ello a la vez que Francisca dejaba un sendero de besos a lo ancho y largo de su espalda.
- He de confesarle algo, Doctor Ulloa... - Susurró Francisca mientras desabotonaba la camisa que cubría la bata de Raimundo. - Me gustaría ver como le sienta la bata sin ninguna otra prenda debajo. - Finalizó la frase coincidiendo con el último botón de la camisa y decidió continuar con su pantalón, el cual ya no podía esconder la excitación de la situación.
Raimundo soltó las tijeras que aún sostenía y acercó su mano derecha a la de Francisca para evitar que le bajara la bragueta. Antes de que ella pudiera quejarse por ello, Raimundo giró 180 grados para quedarse frente a frente con ella, aferrando su cintura con firmeza.
- Le ofrezco un trato, Señora Montenegro. - Le susurró mientras seguía aferrando sus manos a la vez que le atraía hacia él. - Yo me quedo en bata si usted se quita el vestido. - Le propuso muy cerca de su oído, notando como esas palabras erizaban cada palmo de su piel.
- Trato hecho, doctor. - Respondió impaciente Francisca, que no perdió ni un solo instante en besarle con devoción.
Y durante ese vaivén de besos y de pasión descontrolada, antes de bajarle la cremallera del vestido, Raimundo bajó sus manos hasta los muslos de Francisca para levantarla en brazos y que ella se enroscara a sus caderas. Ese contacto provocó en ambos un gemido que hacía demasiados días que no escuchaban. Un gemido que, de no ser por un grito proveniente de la puerta, hubiera continuado en otros muchos más.
- ¡FRANCISCA!
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Raimundo y Francisca
RomanceRaimundo, con 24 años, acaba de terminar la carrera de Medicina y ha vuelto a Puente Viejo para quedarse. Francisca, de 22, se dedica a administrar sus tierras junto a su padre, Enrique Montenegro. Ambos se conocen desde niños y la amistad inicial s...