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Agarré la jarra del agua y bebí directamente. Me sentía miserable por hacerle tantas preguntas. Me mojé con el agua que caía de mi boca en un intento de beber rápido y, en cuanto hube terminado, me puse de pie y salí de aquel lugar.

La noche ya había caído y el frío se colaba por la parte de abajo de mi vestido. Me quité los pequeños tacones y me abracé tratando de conservar el calor. Samuel apareció tras de mí, ofreciéndome su blazer azul. Aunque tenía frío, no lo tomé, no lo merecía.

—¿Estás bien?

—Quiero irme, lamento todo lo que te hice recordar. Lo siento —antes de que él dijera algo más caminé hacia el sur de la ciudad.

—No te vayas —Samuel me tomó la mano y sentí esta vez cómo mi cuerpo se estremecía a su contacto—. Estás ebria, no te dejaré ir así.

Me quedé mirando nuestras manos enlazadas, mientras él pedía un taxi por medio de su celular. Minutos después una van con el logo de taxi apareció ante nosotros. Ayudó a Samuel y después guardó la silla en la parte de atrás. Me senté en la segunda fila de asientos y arrancamos hacia el edificio. No recordaba haber caminado tanto.

Al llegar, me bajé y esperé por Samuel. Agradecí al conductor y luché un poco mientras subía los primeros peldaños del edifico. En el ascensor, Samuel se entretuvo con su móvil, pero por alguna razón, se me ocurrió soltar la lengua.

—Creo que podría querer a alguien como tú...

—¿Cómo yo? —preguntó levantando la vista para mirarme.

—Sí, como tú. Has sido tan golpeado por la vida y aun así tienes la sonrisa más bella que haya visto.

—Laila, el alco...

—Solo tendrías que dejarte querer.

—No sabes qué dices.

—No eres un bicho raro, te miro porque creo que eres guapo, aunque creo que te molesta que te miren.

—No te hagas daño, Laila. No pierdas tu tiempo conmigo.

El elevador se detuvo y salimos juntos de él. Samuel abrió la puerta y vimos a la anciana mujer, llamada Emma, viendo televisión en la sala. En cuanto nos vio, apagó y se perdió de nuestras vistas.

—¿Recuerdas dónde vives?

—Claro.

—Bien, voy a cambiarme y te llevaré a tu casa.

Samuel se dirigió al fondo del pasillo que había después del estudio, y yo, por inercia, lo seguí. Ya en un cuarto inmenso, en el que solo entraba la luz de la luna, se quitó la camisa manga larga que llevaba y dejó al descubierto un torso un tanto tonificado y pálido. Dejé caer los tacones y fui hacia él, quien me miró perplejo. Me senté en sus piernas y lo único que se me ocurrió fue darle un beso con una sed que no sentía hace mucho tiempo.

—No. Laila, detente —murmuró tratando de apartarme—. Te vas a arrepentir.

—No quiero detenerme —le susurré al oído.

—Espero me perdones después —antes de poder hacer cualquier movimiento, la silla se corrió y Samuel me tiró sobre la cama—. Tendrás que esperarme un momento, trato de no demorarme —sacó algo de la mesa de noche y fue hacia un cuarto de baño que había en la habitación.

Me incorporé en el delicioso colchón y observé, pacientemente, unos movimientos bruscos que se reflejaban en el suelo y se podían ver por la hendija de la puerta. Unos minutos después Samuel salió vistiendo solo su calzoncillo Calvin Klein. Era realmente sexy, sus piernas eran delgadas, pero la luz de la luna lo hacía lucir excepcional. Buscó, de nuevo, algo en su mesa de noche y en cuanto lo tuvo, se acomodó a mi lado en la cama.

—Eres todo un experto —le dije en cuanto se subió.

—Más de diez años no son pocos.

Y sin pensarlo, me abalancé sobre él. Lo besé en el cuello, el rostro y el pecho con hambre voraz. Él metió sus manos bajo mi vestido y fue subiendo lentamente hasta quitármelo. Me desabrochó el sostén con precisa agilidad y, cuando quedamos iguales, me acarició el trasero con ansias, pegándome a su pelvis, por mi parte, no me detuve y seguí besándolo hasta bajar a su ombligo. Metí dos dedos en la pretina de su calzoncillo y lo bajé lentamente hasta donde pude.

—Tienes que esperar un poco —dijo levantándome el rostro con su mano, y vi un vestigio de temor en su mirada.

Bajé por completo la prenda y observé que su miembro ya estaba erecto. Reí por lo bajo y subí hasta su rostro para besarlo dulcemente, dejando una mano libre para jugar con su pene.

—No te preocupes, ya está despierto —le susurré y después le mordí la oreja.

Samuel metió sus manos y yo retiré la mía sin dejar quietos mis labios. Él regresó a mi trasero y con rapidez se deshizo de mi tanga, bajé lentamente para que entrara en mí y me derretí al sentirlo. La conexión fue recíproca, yo subía y bajaba mientras me miraba ansioso, como si intentara descifrar mi rostro. Puso una de sus manos bajo mi cuerpo y con uno de sus dedos masajeó mi clítoris haciéndome gemir como nunca antes en mi santísima vida; cerré con fuerza mis ojos sintiendo cómo los músculos de mi vientre se tensaban, dándole paso a un orgasmo monumental. Era demasiado hermoso como para dejarlo ir, así que seguí moviéndome hasta que llegó uno más suave que me dejó llena de satisfacción. Ya no podía más, me rendí cayendo sobre su pecho.

—¿Y bien?

—Me has dejado agotada. ¿Y tú? ¿Sentiste algo?

—Un poco —sonrió vagamente—. ¿Te gustó?

—Sí... —suspiré satisfecha—. ¿Tú? ¿Tuviste algún orgasmo?

—No funciona así, Laila —sonrió—. Digamos que a mí me satisface el hecho de que mi compañera lo esté, y por lo que veo, lo estás —asentí.

Me acarició el cabello y poco a poco fui sucumbiendo ante el sueño. Abracé su pecho y cerré los ojos para despertar con el caos de la mañana.  

Las Pruebas Del Amor (Sin corregir)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora