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Atravesamos por varios pasillos para ir en busca del ascensor, estaba oscuro a pesar de que era de día. Miré a Pablo cuando nos detuvimos frente a las puertas del aparato, estaba revisaba los resultados de nuevo, pero dejé de prestarle atención en cuanto escuché como el elevador se detenía frente a nosotros. Iba a entrar cuando las puertas se abrieron, pero me aferré a su brazo al ver una camilla con un persona cubierta por una manta quirúrgica de color azul. El camillero nos miró confundidos, a la espera de nuestro movimiento.

Apreté con fuerza a Pablo al ver que quería entrar, pero yo no me iba a subir con un muerto, no era capaz, insistí recordando que a duras penas había logrado ver a nana Emma cuando la sacaron de su habitación.

—Debemos subirnos y bajar al sótano, si no lo hacemos, tendremos que esperar a que vuelva a subir al último piso y a bajar.

—¡Está muerto! ¡No me voy a subir ahí!

—Miedosa —dijo con una risa tomándome la mano—. Hazte detrás de mí.

—Usemos las escaleras, por favor.

—Laila, las escaleras están en la otra ala —interpuso su mano entre las dos puertas para hacer que se abrieran de nuevo—. Además es en el noveno piso, vamos.

—No...

—¿Suben o no? —preguntó el camillero con evidente molestia.

—Sí, disculpa —Pablo le sonrió sutilmente, como si estuviera avergonzado—. Vamos.

Solo me dejé llevar, escondiéndome en una esquina del gran elevador. Pablo se volteó quedando frente a mí, poniendo sus manos a cada lado, arrinconándome así contra las paredes. El descenso se me estaba haciendo eterno, quería abrazarlo como solía hacerlo en las noches que acampábamos afuera de la hacienda, pero me dio miedo dejar mis manos tras él donde no pudiera verlas. Crucé mi mirada con la suya y recordé cuando apenas era una adolescente a la que le daba miedo la oscuridad que había alrededor de la carpa, entonces entraba en la que de Pablo había armado y él me enroscaba entre sus brazos para dormir junto con Bruma, su perra fila.

—Tienes que dejar de ser tan miedosa —susurró, cuando nos detuvimos en el sótano—. No importa cuan fría y calculadora sea la coraza que exhibes, sigues siendo igual de indefensa.

—Lo sé, pero que nadie se entere —dije en cuanto el camillero se bajó.

—Nadie lo sabrá por mi boca —sonrió antes de besarme la frente.

Pablo se giró y oprimió del botón del noveno piso. Subimos directamente, sin hacer más paradas. Al bajarnos caminamos hacia al área de obstetricia en busca del doctor Castellanos, leyendo en cada puerta el apellido que estaba escrito en el tablero. De repente, Pablo echó un vistazo en uno de los consultorios que estaba abierto.

—Lai —me volví al escucharlo—, ven, está aquí.

En aquella habitación había un hombre canoso de no más 50 años, sentado en un escritorio. Habían monitores y una camilla, además de ello, un Cristo crucificado colgaba de la pared y bajo él, una foto de su matrimonio, la mujer se me hacía conocida pero había algo que no me cuadraba del todo.

—No, no tengo turno hasta las tres —rió mientras yo reparaba en la foto.

—¿Podrías ayudarme?

—¿Y los resultados? —me viré para verlos.

—Aquí están, la hormona está presente.

—Claro —se puso de pie—. ¿Es tu hijo? —preguntó cuando Pablo se se recostó contra la puerta.

Las Pruebas Del Amor (Sin corregir)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora