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Si alguien me hubiese dicho todo lo que ocurriría esa noche, seguramente habría hecho lo imposible para evitarlo; sin embargo, parecía ser que la vida puso nuestros destinos al azar.

Al llegar a la clínica en compañía de Jorge, Samuel optó por sobornar a los guardias para que nos dejaran entrar; era poco lo que sabíamos de aquel lugar, solo que se catalogaba como el mejor por su exclusividad a la maternidad y que estaba ubicado en un selecto sector de la ciudad, de no ser por nuestro conductor, hubiera sido imposible dar con él. Una vez dentro, dimos bastantes vueltas antes de encontrar el ala de neonatos, pues según las breves explicaciones que nos dieron algunas enfermeras, Francisco debía encontrarse allí con Eva.

En la recepción de la unidad nos topamos con una enfermera temperamental y de pésimo carácter, quien tras amenazarnos con sacarnos, accedió a enseñarnos la lista de nacidos vivos de aquel día gracias al osado convencimiento de Samuel y su billetera. Me sorprendía la facilidad con la que hacía cambiar de parecer a la personas para que cedieran; aunque nosotros no hacíamos daño a nadie con entrar, si rompíamos una regla establecida gracias a unos cuantos billetes, acto que le daba la razón a las palabras de Samuel cuando me dijo que el dinero mueve al mundo.

Parecía que todas las puertas de los cuartos estuvieran cerradas en aquel pasillo, pero frené en seco al encontrar el número de la habitación, dejando que mi interior se convirtiera en un huracán de emociones cuando vi a Francisco en ella cargando a Eva, envuelta en una manta, contra su pecho. Miré a Samuel de soslayo, notando que él también estaba conmovido; con dificultad tomé una profunda bocanada de aire y me acerqué dando tres golpes suaves en la puerta abierta. Francisco me miró de inmediato con el ceño fruncido, pero este se suavizó al instante, enseñándome cuan afligido estaba realmente.

—Laila, Samuel... —musitó.

—Ho-Hola —la voz no me quería salir, parecía enredada al nudo que tenía en la garganta y que amenazaba con hacerme soltar en llanto.

—Hola Francisco —dijo Samuel con la voz plana.

—Hola... —contestó tras exhalar.— Pasen, pensé que eran Annie y la señora Olivia.

—Permiso —murmuré al entrar, seguida por Samuel.

—Tranquila —me regaló una leve sonrisa, como si intentase ocultar el dolor que llevaba—. ¿Cómo entraron?

—Dinero —respondió Samuel quedándose junto a mí.

—Entiendo —Francisco asintió antes de sentarse en el sillón de la habitación.

Controlé mi respiración, observando el lugar en medio del silencio. Aparte del sillón, había una cama hospitalaria donde estaba la pañalera y la ropa que Anna había usado aquel día, doblada vagamente. Una especie de cuna plástica y alta estaba junto al sillón, en la pared del frente se encontraba adherido un televisor pantalla plana con una cómoda metálica bajo este. En la única puerta dentro de la habitación se leía baño y junto a él, había un pequeño mueble con algunas toallas de baño y unos paquetes de implementos de uso maternal; algo muy sencillo, pero espacioso. Detallé en Francisco, tenía las orejas rojas, su cabello alborotado daba a entender que había estado bastante agitado antes de que llegáramos, las bolsas bajo sus ojos rojos revelaban lo cansado que se sentía, dejando que la mirada se le perdiera en la nada mientras aferraba a Eva contra sí.

—Francisco —carraspeó Samuel rompiendo el manto sepulcral que había en la habitación, pero él ni se inmutó ante su llamado—. ¿Qué pasó?

Qué no pasó es la pregunta correcta —dijo en medio de un suspiro—. Todo estaba bien. El embarazo fue perfecto y ella estaba feliz. ¡Mi Anna estaba tan feliz! —su voz se quebró, pero él se recompuso inhalando.— Cuando llegamos me dijo que ya quería conocer a Eva y... No pudo hacerlo —las lágrimas se le escurrieron, haciéndome llorar de solo verlo—. El pulso bajó, el corazón empezó a dejar de responder y me hicieron salir, ni si quiera pude darle un beso —gimoteó besando la cabeza de su hija—. Estuve fuera, esperando, y solo vi cuando llevaron a Eva a la sala de neonatos, pero Anna seguía dentro mientras para mí era una eternidad no saber qué pasaba —sorbió por la nariz cuando yo me limpiaba las mejillas—. Hubo un sangrado interno que pasaron por alto, no lo habían notado y durante el parto ella estuvo pujando con las fuerzas que no tenía, desgarrándola aún más —frunció el ceño, molesto—. Fueron tan... burdos, que no tuvieron reparos a la hora de decirme que... que Anna ya no estaba.

Las Pruebas Del Amor (Sin corregir)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora