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     —Perdónanos —me dijo Darío, yo lo mire horrorizada, estábamos en dos edificios separados por un mar de muertos, ellos bien podrían huir en el coche que yo había decidido aparcar enfrente de la puerta de su edificio.

    —¡No pueden dejarme aquí! —grite con desesperación, las ventanas estaban a casi cinco metros de distancia y los infectados estaban por entrar a mi edificio.

    —Debemos de sobrevivir —respondió Magda, esa perra siempre me odio desde que aparecí en su grupo, sólo era de utilidad para ofrecerme a ir a éste tipo de lugares, cuando eso sucedía yo era su mejor amiga.

    —¿Y yo no?, ¡Somos un equipo! —les reclame por encima del sonido de las voces de los infectados.

     —Lo siento —repitió Darío, él, Magda y otras tres personas de nuestro pequeño grupo se alejaron de la ventana, yo busqué una salida de manera desesperada, la puerta del pequeño edificio donde estaba no aguantaría mucho, y aunque ellos hicieran ruido al salir en el auto, estos podridos no los seguirían o por lo menos no muchos.

    —¡Jodida Atlanta con su maldito índice de población alta! —maldije, tome el arco que me había acompañado desde que todo había comenzado.

     Hace algunos meses una epidemia se desató, yo estaba con mi familia en Nuevo México, bueno, lo que quedaba de mi familia hasta antes de la infección: mi cuñado, mi hermano y mi mamá; la epidemia tardó en llegar, pero lo hizo. Comenzamos a movernos desde ese momento, para mi fortuna, mi hermano y yo habíamos pasado tiempo de calidad mientras íbamos a la universidad en México, aprovechando sus distintas opciones para artes recreativas, yo había elegido la arquería y mi hermano el kendo, con algo de suerte mi cuñado había aprendido a disparar, así que conseguimos un arma para él, avanzamos ciudad por ciudad, disfrutando de la paz momentánea, pero la epidemia siempre nos alcanzaba, primero perdimos a mi madre, luego siguió mi cuñado, en un momento éramos solo mi hermano y yo, y al siguiente solo yo, justo el día en el que planeaba pegarme un tiró, apareció Darío con su grupo, de eso hace tres meses, su grupo era mediocre, nadie sabía empuñar un arma, ya fuera blanca o de fuego, así que me ofrecieron compañía y alimento si les ayudaba con pequeñas expediciones, en algún punto de la primera semana que pase con ellos me volví el cebo del equipo, la que entraba a lugares horribles por comida o agua, la que se internaba al bosque para tratar de encontrar alimento, sin embargo nunca lograba cazar más que un par de aves, aunque debo de confesar que la carne de paloma es más asquerosa de lo que parece, pero aún así, era útil. Aún con todos los peligros que estar a fuera representaba, preferiría estar en el bosque rodeada de fauna y flora pu por los infectados.

     Me asomé por la ventana, a causa de los gemidos de mis acosadores, no había oído cuando se había marchado mi "equipo", bien, veremos cuanto sobreviven sin mi... Aunque estoy segura de que sobrevivirán más que yo. Revise lo que tenía, en la mochila que llevaba tenía dos botellas de agua cerradas y una a la mitad, también una lata de fruta y una barrita energética que había hallado en la oficina donde me encontraba, también llevaba un pequeño machete con el filo recién trabajado y menos de quince flechas, el arco con el que contaba no era profesional, como con los que me había acostumbrado a disparar en los campeonatos en mi país, pero era eficaz, más ligero, aunque con menos potencia, le había puesto navajas en los bordes para ocuparlo como arma cuando se me acabaran las flechas, y en mis brazos llevaba otras cuchillas atadas con cuero, si tenía una pelea cuerpo a cuerpo con un infectado, las sacaba un poco, con el filo a casi unos quince centímetros lejos de mis nudillos, eran muy buenas, pero el borde de éstas me lastimaba los brazos, tendría que encontrar protección pronto, cinta médica o unos guantes.

     —Contaré con ustedes —dije mientras sacaba las cuchillas, esta vez a unos diez centímetros, no me arriesgaría de primera manera a un combate cuerpo a cuerpo con los quinientos infectados de a fuera. Me colgué la mochila en la espalda, volví a asomarme por la ventana, el número había disminuido, tal vez unos cuatrocientos setenta, ni yo podía con tantos, respire profundamente, si lograba encontrar un corredor angosto no tendría que enfrentarme con todos, una vez lo había hecho, había matado a casi treinta infectados así, la ventaja era que esa vez tenía a mi hermano que me cuidaba las espalda.

El Arquero del Fin del MundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora