[Capítulo XXVII]

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"No pude... evitarlo".

Enjuagó su rostro por quinta vez, esperando que la hinchazón bajara.

Había despertado con una molestia en los ojos, una pesadez extraña, así que se dirigió con prisa hasta el baño, temiendo tener una infección. Al verse en el espejo, su cerebro tardó en hacer clic respecto a por qué el color rojo cubría parte de su cara; después de todo, estaba lejos de conocer las consecuencias de las lágrimas.

Mientras aplicaba agua a las zonas afectadas, los recuerdos volvían con claridad. Las palabras, las acciones, el dolor, todo se arremolinaba nuevamente con un invitado adicional: culpa. Caer en la cuenta de que estaba en la casa de Rafael tras haber llorado como un bebé, saltarse las clases, responderle de manera cruel al profesor Beltrán, no avisarle a su madre que estaba bien, le hizo preguntarse si en verdad valía la pena compartir sus penas. ¿Qué había solucionado? Nada. Únicamente había hecho preocupar a sus seres queridos; solo eso.

"Maldita sea". Pateó la pared con fuerza. "Soy egoísta".

El débil susurro en su interior lo enfermó cuando escuchó lo siguiente:

"Está bien llorar, no tiene nada de egoísta parar el sufrimiento".

Dejó escapar una risa ahogada. No tenía derecho a pensar eso, cubrir su egoísmo con patéticas palabras de auxilio solo demostraba la basura de persona que era. ¡¿Por qué quería contar que estaba devastado por la pérdida de su padre ahora?! Era tarde para eso.

"Sé que estoy arrastrando a más personas a mi miseria, pero quiero resarcirlo. Mi objetivo es y siempre será ver feliz a las personas que amo, si tengo que tragarme lo que siento está bien".

Con crueldad, la voz de Mauricio —la de su consciencia— hizo eco por todo su cuerpo.

"Aunque lo intentes sé quién eres, sé la mierda de persona que eres. Finge todo lo que desees, al final terminarás explotando, porque eres débil para soportar la carga que conlleva vivir".

La primera vez que se emborrachó tenía catorce años, como su cuerpo no estaba acostumbrado al alcohol, con cinco cervezas ya estaba soltando palabras de amor y paz a todos los que se le acercaban. Fue en KOT, tras haber finalizado una larga jornada durante navidad, su jefe y unos compañeros lo animaron a festejar, Diego, al no querer arruinar el ambiente, aceptó. Había probado cerveza antes —traguitos—, pero quedó asqueado luego del primer sorbo; siguió tomando por idiota. En ese momento no notó que arrastraba las palabras y su comportamiento pasó de tímido a intrépido.

Si lo pensaba bien, no distinguía lo real de lo creado por su mente, por lo que no podía asegurar que se hubiera divertido. Lo peor fue al día siguiente, pues nunca esperó tener una resaca. Jamás había visto a una persona luego de una borrachera, pero, en ese momento, le pareció una idea fantástica que pusieran en las películas juveniles los resultados de beber en exceso.

Vomitó toda la comida, cena y cerveza de la noche anterior, no soportaba la luz del Sol y el olor del desayuno que preparó Mauricio provocó que volviera a vomitar —gran error—, tras expulsar nuevamente los residuos de la cena, su hermanito comenzó a gritarle por una hora. Aprendió que, con las resacas, tu tolerancia a los sonidos fuertes es nula.

Nunca, en los siguientes años, volvió a sentirse de esa manera: por la noche hizo lo impensable, un acto que no le produjo más que sufrimiento por la mañana. Si comparaba ambas noches, Diego elegiría sin dudarlo su primera borrachera, porque al menos esa noche no había soltado sus problemas sin mayor temor y, al despertar, no tuvo remordimiento.

Rey Busca LíosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora