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Tomó desprevenido a Enrique cuando abrió la puerta de su oficina sin avisar. El hombre hizo a un lado los papeles y tardó en recomponer su rostro sensato; ni siquiera por esos lapsos se permitía ser el tío de Diego. Carraspeó.
—Joven Mendoza, sabe que debe tocar la puerta antes de entrar —explicó mientras Diego cerraba la puerta.
Le había dado varias vueltas al asunto antes de decidirse a ir con Enrique; esperó a que todos los alumnos se fueran y, con las palabras planeadas en su mente, fue en su búsqueda. La conversación en la enfermería con Alexander significó más que una simple pregunta, removió cables que provocaron un corto circuito en su interior y lo obligaron a tomar una decisión.
—¿Podemos hablar?
Enrique se sobó el cuello —tantas horas en la misma posición comenzaban a pasarle factura— y le dio permiso a su sobrino para que tomara asiento frente a él. Ya que unas horas atrás lo había encontrado en un estado deplorable, el director se preocupó y, como ahora le pedía que hablaran, sentía que las palabras que salieran de la boca del adolescente serían relacionadas con un tema que lo inquietara.
Sin que Diego pudiera notarlo, Enrique se había encargado de supervisar cada movimiento que hiciera en la escuela; él se enteraba hasta de la basura que había tirado esa mañana. A los profesores les dio instrucción de tener vigilado a su sobrino, a los cocineros y conserjes les pidió el mismo favor. Nada podía pasar desapercibido, si Diego se comportaba diferente al habitual —al nuevo habitual— debía saberlo lo más pronto posible, así evitaría un desafortunado incidente como el que su hermana vivió.
—¿De qué quiere hablar? —dijo el hombre. Se daba cuenta de las mejorías de Diego, aunque no podía atribuir todo ese logro a los antidepresivos. Por supuesto, debían acostumbrarse a que Diego tuviera recaídas y más cuando apenas empezaba a mejorar.
Aún así, Enrique extrañaba la fanfarronería de Diego, su insolencia a la hora de hablarle, conociendo a la perfección que no tomaría represalias al tratarse de su familia. Le daba tristeza ver cómo un niño podía ser tan infeliz.
—Quiero pedirte un favor, más bien. —Diego mantenía la vista enfocada en sus manos, que resistían el impulso de temblar. El adolescente se humedeció los labios—. ¿Podrías llevarme a ver la tumba de mi padre?
Dio igual que tuviera mil correos que responder y cientos de reportes que hacer, Enrique abandonó su trabajo sin dudarlo. "Me tomaré la madrugada para dejar todo en orden".
(...)
Enrique sí tenía auto.
Uno viejo y cuyos frenos rechinaban cada que se detenían por culpa de un semáforo, pero lo tenía. Lo compró cuando subió de puesto en la escuela como director, pero, teniendo en mente que solo lo utilizaría por mera practicidad, ignoró la petición de Diego de comprarse un auto ostentoso y eligió un Suzuki Alto 800.
—Toda una belleza —se mofó Mauricio en cuanto lo vio, aunque, a decir verdad, nunca esperó que su tío lo escuchara.
Diego se rió del comentario de su hermano. No obstante, ahora se encontraba en completo silencio, por el modo en que movía la boca —como si masticara— Enrique intuyó que estaba nervioso. El adolescente nunca había visto ni una sola vez la tumba de su padre, la sola idea debía de estar mortificándolo. Antes de que dieran vuelta para estacionarse, Diego le pidió que se orillara, sin saber por qué, Enrique lo hizo; su sobrino ni siquiera esperó a que pusiera el freno de manos, se bajó aprisa y vomitó en la acera.
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Rey Busca Líos
Teen FictionDiego es conocido como el Rey Busca Líos de la preparatoria Roochemore. Quien, según los rumores, es un pandillero que no soporta que invadan su espacio personal. Por esa razón nadie se explica cómo Alexander, el chico nuevo, ha conseguido hablarle...