[Capitulo XIX]

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En algún punto de la noche había cerrado la puerta con seguro, pues no quería que nadie entrara a verlo. No quería que Javier entrara para disculparse.

La voz preocupada de su madre lo despertó al día siguiente.

—Diego —llamó preocupada detrás de la puerta. Él no respondió; no tenía fuerzas para hacerlo—. Cariño, ¿estás bien? Son las dos de la tarde, ¿quieres comer algo?

Era tan fácil formular la palabra "no" en muchas otras ocasiones, pero en ese momento el solo abrir los ojos le pesaba. De nuevo volvió a dormirse, olvidándose por completo de su madre quien golpeaba la puerta para asegurarse de que estaba bien.

Normalmente soñaba —cosas tontas, pero lo hacía—, y en aquella ocasión, donde lo único que pudo ver fue oscuridad total, extrañamente un sentimiento de alivio lo embargó. No tenía que pensar en nada ni en nadie, las preocupaciones parecían no existir. El saber que podía lograr eso con solo cerrar los ojos y acurrucarse en su cama le dio cierta paz.

Volvió a despertar una hora más tarde, al sentir una mano tocar con delicadeza su rostro. Entreabrió los ojos para saber quién era.

—Tienes fiebre. —Su madre sostenía un cuenco con agua, de repente sintió húmeda la frente—. Abrí tu puerta con las llaves al ver que no respondías. —Trató de mantener los ojos medio abiertos—. Mauricio me dijo que llegaste mal anoche.

Él negó débilmente con la cabeza.

—Can...sado... —Estaba ronco, como si el día anterior hubiera gritado hasta quedarse afónico, también le cosquilleaba la garganta.

—¿Cómo te sientes ahora? —La vista le fallaba, aunque pudo notar que su madre temblaba.

—Bi...en —mintió. De nada servía preocuparla aún más; no era el momento adecuado.

—Te traje un poco de sopa. —Dejó el cuenco con agua en el buró para agarrar la sopa. Le acercó un poco con la cuchara, pero él se resistió—. Ya es tarde, tienes que comer algo. Por lo menos dos cucharadas.

Diego se volvió a negar.

Juliana sujetó con fuerza el plato, pensando qué hacer.

—Abajo están tus tíos. —No obtuvo ningún tipo de respuesta—. Les dije que estabas un poco enfermo y no podías acompañarnos al panteón. —La última palabra produjo un escalofrío en Diego—. Está bien no que no quieras ir, solo debes decirme.

Él suspiró, cansado. En realidad, no le apetecía hacer nada salvo dormir.

—Solo... —Fue interrumpido por Mauricio.

—¿Ya despertó?

Lo acompañaban sus tíos: Mónica y Javier —no se pensaron demasiado el nombre de su hijo mayor—. A pesar de que siempre venían una vez al año, el rostro de ambos estaba lleno de arrugas; no demasiadas para pensar en ellos como unos ancianos, pero sí las suficientes para entender lo preocupados que habían estado.

Mónica llevaba el cabello recogido, ocultando sus rizos rubios, y vestía un pantalón de mezclilla junto con una blusa blanca; sin importar la edad que tuviera, su tía parecía una modelo. En cuanto a su tío, un poco más descuidado, usaba una camisa a cuadros a punto de reventar y un pantalón negro. Ambos le dirigieron una mirada llena de tristeza.

¿Por qué todos estaban empeñados en tenerle lastima?

—¡Mira qué grande! —Trató de sonar animada Mónica—. Cada día crece más. Tu mamá nos dijo que estabas enfermo, ¿necesitas algo? —Diego movió la cabeza de forma negativa.

Rey Busca LíosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora