[Capítulo XXII]

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Los cuadernos con la tarea pendiente seguían en su escritorio, siendo enfocados por la luz de la lámpara cual personajes en teatro. Fue lo primero que Diego vio al despertar.

Ya que los domingos quitaba la alarma, lo único que podía hacerlo abrir los ojos era la molesta luz solar que entraba por su ventana al medio día; ahora, al aborrecer el Sol, ningún rayo podía entrar, retardando la hora para despertar más del debido.

Aguzó el oído para tener una idea de qué hora de la mañana o tarde era. Se mantuvo así un largo lapso, conteniendo en momentos su respiración, que le resultaba un estorbo para escuchar con claridad. Trastes siendo cambiados de lugar y el sonido del agua fue lo único que necesitó para entender que se había perdido la comida —un alivio, pues la sola idea de probar bocado le daba arcadas—.

Suspiró pesadamente, preparándose mentalmente para bajar.

"Bajas, dices hola, actúas normal, aceptas un poco de comida, tratas de hablar, subes".

Contó hasta veinte para realizar su lista. De forma lenta se reincorporó en la cama, retirando las cobijas que cubrían su cuerpo como si una barrera fuera desprendida de su piel dejándolo indefenso. En pocos meses, si seguía sintiéndose de esa manera, terminaría poniéndole nombre a su cama, algo como Bianca, y la convertiría en su futura esposa.

Quiso reír bobamente ante esa broma, pero las comisuras de su boca no se movieron ni un milímetro.

Tuvo que detenerse en dos ocasiones mientras bajaba la escalera para asimilar lo que iba a hacer, además le incomodaba recibir toda la atención cuando pusiera un pie en el comedor. Caminó con cuidado, como si temiera con lo que se encontraría en pocos segundos. Fue un alivio para él entrar al comedor y ver solo a su madre y tía limpiando la mesa.

—¿Cómo te sientes, cariño? —A Diego le disgustó que su saludo no comenzara con un "hola", aunque fingió indiferencia.

—Bien.

Su tía, envuelta en un chal gris, lo arrastró hasta una silla.

—¿No tienes frío? Está helando aquí abajo y tú sin suéter —habló quitándose su chal para cubrir a su sobrino delicadamente con este. El aroma a canela impregnado en la prenda relajó a Diego—. Ponte esto; ahorita te preparamos algo para que comas.

Ambas se perdieron tras la puerta que daba a la cocina, dejando a Diego en el completo silencio del comedor.

Por absurdo que pareciese, y, aunque muchos pudieran no comprender por qué lo decía, Diego siempre creyó que Mónica tenía un instinto materno del cual Juliana carecía. No es que no quisiera a su madre, ni porque pensara que no los cuidaba y quería, sino que entendía quién estaba más preparada para tomar el rol de madre. De no haber sido por él, Juliana habría tenido tiempo para aprender de la vida, para decidir por su propia cuenta si quería o no llevar la responsabilidad de ser madre a temprana edad.

Su madre siempre se mostraba feliz y satisfecha por la vida que le había tocado, en ningún momento le echaba en cara su nacimiento y las consecuencias de esto, pero, si a él le hubiera ocurrido algo similar a los dieciséis, se habría negado rotundamente a cuidar de un niño. Ahora con diecinueve años, la idea le parecía aterradora. El saber cómo sus sueños podían irse por la borda por un descuido le aclaraba la horrible situación que tuvieron que aceptar sus padres.

Tenía miedo de preguntarle a su madre si había perdido algo especial al quedar embarazada, pero la idea de que le dijera la verdad, que le revelara su futuro destruido a causa de él, lo detenía. Sin embargo, que ella prefiriera mentir le aterraba más.

Rey Busca LíosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora