[Capítulo LXII]

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"La familia debe ser el núcleo de tu vida. Debes amarlos y entenderlos. ¿No hacen tus padres todo por ti?"

A veces a Rafael le costaba aceptar las palabras con las que su abuela lo había educado. Aquella respuesta ante las miradas meditabundas e inyectadas con un desprecio imperceptible que le dirigía a las fotografías de sus padres.

Padres. Personas a las que debía tratar con familiaridad por una cuestión biológica de la cual no podía deslindarse. El término, siempre que lo empleaba para referirse a sus progenitores, le producía ganas de reír. ¿Cómo podía concordar el significado de la palabra con lo que sucedía en casa? Si le hubieran dado la oportunidad a Rafael, habría elegido "compañeros de espacio", para referirse a ellos.

"Debes entenderlos, todo lo hacen pensando por tu bienestar"; "Comprenderás cuando tengas a tus propios hijos"; "No es fácil ser padre. Si no pones de tu parte les costará más". Debía exigir una moneda por cada excusa que la gente inventaba para evitar que pensara lo peor de sus padres. Pero, ¿qué caso tenía? Rafael sabía que, en la vida de Alicia y Oscar, él solo representaba un pequeño percance del cual no habían podido deshacerse a tiempo y al cual cuidaban por pura obligación.

"Me quieren, no lo dudo, ¿pero amarme?"

Era la segunda vez en la semana que se quedaba solo en casa... Mejor dicho, sin compañía humana, pues Max contaba como su compañero fiel. "Si tan solo Max pudiera hablar".

—¿Compraste comida?

—Sí —contestó, mirando la televisión, sin algún interés de su parte por mantener una conversación larga con su madre.

—¿Sacaste a pasear al perro?

Cambió de canal.

—Sí.

Alicia suspiró, resignada.

—Te llamaré mañana. Cualquier cosa...

—Les aviso, sí. —Colgó sin más preámbulo.

Después de la fiesta a Rafael le quedaban menos ganas de hablar. Había limpiado la casa en dos horas —con ayuda de Lara y Liliana—, y fue la peor forma de quitarse la resaca del día anterior.

Rascó la cabeza de Max y dejó que este se subiera en el sillón para ver la televisión con él.

Esa era su rutina cuando no se encontraban sus padres —es decir, todo el tiempo—: veía televisión, mimaba a Max, hacía la tarea y esperaba, paciente, a que alguien recordara su existencia. Y, mientras no fuera necesario, se limitaba a pensar en lugar de hablar.

—¿Eres mudo? ¿Por qué nunca hablas? Me saca de quicio que te quedes mirando a la nada. —Le había hecho notar un niño, tres años menor que él, una tarde en el parque. Rafael le sonrió, pero el niño no se tentó el corazón—. Di algo o creeré que eres demasiado tonto para hablar.

Mauricio había sido mordaz desde pequeño. Aún cuando tenían dos días de haberse conocido por casualidad en los columpios del parque, el niño lo había bombardeado de palabras crueles que pretendían hacerlo sonar más grande.

—Hola. —Eran las primeras palabras que decía en todo el día, por lo que su voz salió ronca.

Carraspeó y dirigió su atención hacia el pasamanos, donde otros chicos de su edad jugaban.

—Siempre estás solo, ¿no tienes amigos? —Mauricio no detuvo el escudriño. Para ese entonces aún dejaba que Juliana le cortara el cabello y sus grandes ojos marrones resaltaban por esa curiosidad que parecía sentir ante todo—. ¿Es porque no hablas?

Rey Busca LíosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora