Prefacio

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«Deben morir todos y cada uno de ellos»

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«Deben morir todos y cada uno de ellos».

Ese era el pensamiento más recurrente del Dios de los dioses Jeno, mientras paseaba por la sala de los tronos, con una mano rascando su nuca. El oráculo había hablado y le había dejado paralizado en el sitio. Sus hijos nacidos por la indecencia y el impuro deseo lascivo que anegaba su corazón acabarían por destronarlo, destruirlo.

A Él, al magnánimo Dios.

Tenía que tomar medidas, debía solucionarlo. Y sólo era capaz de pensar en un resultado: la muerte. Era la suya o la de ellos.

—Deberías calmarte, amigo mío —sugirió Arsen, el dios del infierno. Se encontraba sentado en otro de los siete tronos que componían el Olasis—, me vas a llenar el infierno de muertos y eso es trabajo extra. Si tuviste retoños, hazte tú cargo de ellos.

—Hoy no voy a aguantar tu arrogancia, Arsen, tengo muy poca paciencia y un problema grande sobre los hombros. No me cuesta nada lanzarte monte abajo y hacer que los cuervos te coman los ojos.

Arsen hizo una mueca con desagrado.

—Sin duda una imagen que no me gustaría vivir.

—¿Y qué vas a hacer entonces, Jeno? —preguntó Idylla, diosa de la sabiduría y la sanación. Se estaba acariciando su melena oscura, pensativa—. Tampoco puedes ir matando a diestro y siniestro. Alterarías el orden natural de todo lo que conocemos.

—No le pongas a prueba —masculló Arsen.

Los seis Dioses restantes se volvieron para fulminarlo con la mirada, pero él ni se inmutó. Jeno hizo caso omiso al dios del infierno y se volvió para mirar a Idylla.

—Querida hermana, el oráculo de Evreux es sumamente riguroso con sus predicciones, nunca falla. No voy a tolerar ni un ápice de deslealtad. Y si tengo que ir a por cada uno de mis hijos y encadenarlos al mismísimo infierno yo mismo lo haré. Eso... —Señaló el trono más grande de la habitación; aquel de colores dorados y blanquecinos, sumamente elegante, poderoso— es mío. Y seguirá siendo mío hasta que la eternidad se acabe.

Idylla se acomodó en el asiento, cruzando las piernas. Bajó la mirada con respeto, no quería alterar de más a su hermano. Ya había impuesto demasiados castigos horrendos tanto a ella como a sus amigos. No quería tener que lidiar con su rabia por más tiempo.

La mano de Adhara se posó sobre la suya. La mujer rubia, diosa de la belleza y el amor, le dio unas palmaditas en forma de apoyo. Habían sido amigas prácticamente desde el nacimiento. Ella estaba negando con la cabeza. «No merece la pena» quería decirle. Idylla le dedicó una media sonrisa y se irguió en el sitio.

Ninguno se atrevía a objetar el poder del Dios de los dioses. Su temperamento era inestable y las consecuencias podrían ser severas. Algunos lo apoyaban simplemente por la tranquilidad, por muy injustas que sus acciones les parecieran. Jeno miró a todos los dioses, de izquierda a derecha antes de acercarse a su trono y sentarse en él.

Huellas y SusurrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora