42. Némesis

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Me precipité hacia el pasillo sin aire cuando Cyrilla nos dio permiso para marcharnos

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Me precipité hacia el pasillo sin aire cuando Cyrilla nos dio permiso para marcharnos.

—Némesis, espera —me llamó Bastian, saliendo segundos después, justo detrás de mí.

Pero yo no podía detenerme. Necesitaba un respiro, necesitaba asimilar lo que acababa de hacer. Necesitaba...

—Némesis. —La mano de Bastian agarró mi muñeca y tiró de mí para que me girara—. Hablemos como personas adultas, por favor.

—Déjame, necesito... —Me zafé con violencia de su agarré y corrí hacia mi habitación.

No pude cerrar la puerta porque el pie de Bastian lo impidió y entró de sopetón.

—Vete de mi habitación.

—Quiero hablar contigo.

—No tenemos nada de que hablar.

—Némesis, ¿se puede saber qué te pasa?

—Que no debería haber aceptado, ¡y tú no deberías haber propuesto esa estúpida idea! —le golpeé en el brazo varias veces.

Bastian aguardó, sereno.

—¿Te sientes mejor ahora?

—¡No! —le grité, y le golpeé de nuevo, esa vez con más fuerza.

—Au —se quejó, sin moverse del sitio. Seguro que ni siquiera le había hecho daño de verdad.

—No tienes ni idea del compromiso en el que me has puesto. Ahora estás en peligro y puedes acabar muerto.

—Hasta donde yo sé, esto es decisión mía.

—¡Pero te estás exponiendo a un peligro mayor! —le grité. Empecé a pasearme por la habitación—. Estamos hablando de Jeno, el Dios de los Dioses, el rey del Olasis y de los Siete Tronos. El dios del caos y de la destrucción, de los cielos y de la tormenta. ¿Acaso no entiendes lo que significa?

—No sé si recuerdas que estuve contigo en la isla de Baux y que vi a esos monstruos con mis propios ojos. No pongas en duda mi memoria.

—Estoy poniendo en duda tu capacidad de raciocinio. Porque lo que has hecho...

—Voy a cumplir la promesa que le hice a Helga y a Byron antes de que murieran la noche siguiente —aseguró, tajante—. Y si eso implica acompañarte hasta el fin del mundo y poner a bailar unas putas serpientes con unas castañuelas, lo voy a hacer.

—Eres un cabezota y un inconsciente —le espeté, con los brazos en jarras.

—Ah, entonces tú...

Mis manos viajaron a mi pelo y se pasaron una vez, lentamente por mi cabeza. Después por mi cara, conteniendo el grito de frustración que quise soltar. ¿Cómo se le había ocurrido aquella estupidez? Ponerse en riesgo de manera tan imprudente. Inspiré aire varias veces antes de volver a mirarlo. Parecía irreal admirar su rostro completamente tranquilo y paciente, como si no le estuviera dando importancia al asunto. Era como estar admirando una estatua, inexpresiva y de piedra.

Huellas y SusurrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora