30. Némesis

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No solía enfermar

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No solía enfermar.

Desde pequeña había sido esa niña resistente a cualquier resfriado. Era lo opuesto a Dionne, quien a la mínima cogía frio o se sentía mal por días y no salía de su habitación. Yo podía pasarme horas bajo la lluvia y sólo tendría un poco de tos que se me pasaría en cuanto tomara algo caliente.

Por eso, esos días fueron infernales para mí.

La semana de viaje se hizo eterna. La fiebre no mejoró. Bastian me ayudaba a curar la grave herida de mi muslo cada vez que se me infectaba, pero nunca abandonaba esa expresión de culo que tenía. La seriedad me empezaba a aburrir y a estresar. Era evidente que no le caía bien, y no hacía ni el mínimo esfuerzo por disimularlo.

Divagaba entre sueños. A veces, sí veía a Timeus. Él me ayudaba a tranquilizarme en mis momentos más tortuosos, aquellos en los que debía reflexionar sobre todo lo que se me pasaba por la cabeza, cuestionarme hasta la más mínima cosa. Pero las pesadillas debía afrontarlas yo sola. Como todo lo que vendría en cuanto llegásemos a Acraven. No estaba segura de si mis sueños podrían tener un significado de vital relevancia, pero dadas las circunstancias y habiendo visto que mis pinturas y los sueños de mi hermana estaban conectados, no podía dar nada por sentado.

Comí bastante poco. Bastian intentaba hacerme tragar casi a la fuerza los caldos que preparaba. Algunos estaban buenos, pero otros quería escupírselos a la cara. Eso llevaba a confrontaciones constantes y a discusiones que me hacían dormir más sólo por no soportarlo.

Aunque había que reconocer que, aunque no lo aguantaba, le estaba eternamente agradecida. Me estaba ayudando a recorrer el camino para reencontrarme con mi hermana. Para poder enfrentar la situación que tanto me aterrorizaba. Porque había que reconocer que sí, aún tenía miedo, pero al mismo tiempo con Bastian me sentía más segura. A salvo.

No porque confiara plenamente en él, sino porque estaba ahí, conmigo.

Tras siete días de agonía por la fiebre, desperté en mejores condiciones. Me sentí desorientada al abrir los ojos, mi cuerpo pesaba un poco menos. Incluso me sentía demasiado tranquila. Ese día no había tenido ni un solo sueño, o mejor dicho, ni los recordaba.

Cuando por fin pude ponerme en pie, me sentí con mucha hambre.

Y mi garganta estaba reseca.

Tenía que beber agua.

Cuando mis pies pisaron la madera, no sentí el barco moverse. Todo parecía tan en calma que sospeché. Me tuve que apoyar algo mareada en la mesa del camarote para poder mirar por la ventana. Estábamos quietos. La noche se cernía sobre nosotros como un manto oscuro con pequeños brillos titilantes decorando la inmensidad. La luna llena también estaba presente.

El mar se movía tan lento que era imperceptible. Me pasé las manos por la cara y me acerqué a encender una vela con sumo cuidado. Cuando el fuego se encendió, tuve que entrecerrar un poco los ojos. Aún no me adaptaba a la luz.

Huellas y SusurrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora