22. Némesis

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Hay momentos en los que puedes ver a través de los ojos de una persona lo ocurrido

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Hay momentos en los que puedes ver a través de los ojos de una persona lo ocurrido.

Puede ser a base de un brillo distintivo o una oscuridad preventiva. Si es lo primero, tal vez sea portador de una buena noticia. Pero cuando es lo segundo, cuando se ve la rabia o el desasosiego... Puedes intuir que lo peor ha ocurrido.

Eso me pasó con Bastian.

Me sobresaltó en la cama cuando me sacudió. Fui a gritar, pero se llevó el dedo índice a los labios para mandarme silencio. Miró por la ventana de la habitación y sopló la llama de la vela que tenía encendida en la mesilla de noche.

—¿Qué está ocu...?

Volvió a mandarme callar y se levantó para cerrar las cortinas. Me tomó de la muñeca y tiró de mi sin gentileza para meterme en el baño y cerrar la puerta.

—Bastian, ¿qué hace...?

—Calla —susurró la orden y la piel se me erizó—. Hay problemas.

El azul de los ojos se había oscurecido y no por la negrura que nos rodeaba. No había luces en la casa y el frío había incrementado. Había apagado la chimenea, no había ni un rastro de nuestra presencia. Fruncí el ceño confundida.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

Él se hizo a un lado y me tendió ropa. Una camisa y unos pantalones anchos. Ropa que había estado usando antes de su llegada que ahora era de mi talla.

—Tenemos que ir al pueblo. Algo malo está pasando. Date prisa.

—Para un momento y explícate —le exigí alzando un poco la voz.

Eso le molestó lo suficiente como para agarrarme nuevamente de la muñeca y atraerme de golpe hacia él.

—Ponte la ropa. Y deprisa.

Se dio la vuelta sin darme tiempo a protestar, mirando la pared mientras se rascaba la nuca. Me estaba traspasando su inquietud.

Adormilada, me vestí tanteando en la oscuridad dónde debía meter mis piernas y mis brazos. Mi pulso comenzó a temblar por el nerviosismo. No me había dado tiempo casi a ponerme los zapatos cuando me tendió algo más.

—Ten. Esto debes ponértelo en el torso.

Tomé el cuero extrañada. Era una vaina oscura para una espada. La atrapé con un tanteo manual y la acaricié con la yema de los dedos.

—No sé cómo ponérmelo.

Él me miró perplejo.

—¿Sabes cómo blandir una espada y no cómo colocarte una vaina?

Le señalé mi muslo izquierdo, dando a entender que las vainas que yo había utilizado para guardar las espadas siempre estaban situadas en mi cadera. Le vi poner los ojos en blanco y se acercó a mi para atarla poner la vaina a mi espalda, atándola en mi torso. No titubeó, permaneció apático mientras lo hacía.

Huellas y SusurrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora