Un Amor Para La Eternidad

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#BeMyCrack

Fase 4: Unexpected

Prompt: A es capaz de ver todas las líneas temporales en las que existe. En la mayoría, sus otras versiones están en pareja con B. SU B, sin embargo, hace mucho que no está en su vida.

Fandom: Kuroshitsuji

Título: Un Amor Para La Eternidad

Ship: SebastianxGrell

Personajes: Ciel Phantomhive, Elizabeth Midford

Advertencias: Angst. Saltos Temporales. Muerte (implícita) de un personaje. AU. Magia

Desde que tenía uso de razón, poseía esa extraña habilidad que le permitía, aun sin estar presente en esa línea temporal, el observar todas y cada una de sus vidas pasadas. Porque sí. Él no era un ser humano ordinario aunque eso fuera lo que aparentara. Era un hechicero nacido con esa peculiaridad que ahora, más que un don, consideraba una maldición. ¿Por qué? Porque al menos, cada vez que lograba transportarse, podía estar con su amada. En su realidad actual, ella ya no existía desde hacía seis largos años. Había cometido quizá el error más grande en el que podía incurrir un inmortal. Enamorarse de una mujer cuya vida se extinguiría aún más rápido que la llama de un candelabro. Eso no era lo peor, sin embargo. Esa especie de salto temporal solo se producía cuando estaba profundamente dormido, como si fuera un sueño. Y hasta ahora, habían sido escasas las veces en las que había conseguido reencontrarse con su amada Grell.

No era un hombre al que le resultara sencillo conciliar el sueño. Esa noche, sin embargo, se quedó profundamente dormido en el inmenso sillón frente a la chimenea de su habitación. Apretó con fuerza los ojos cuando la primera imagen en su mente fue la de él mismo junto a una bella mujer de curiosa cabellera carmesí y ojos verdes que le miraba sorprendida, como si jamás hubiese visto a alguien así en su vida.

Era una fría tarde en aquellas tierras donde las nieves eternas bañaban las montañas. Dos figuras estaban de pie frente al inmenso ventanal de aquella antigua casa. Ella, una joven que debía tener apenas unos 20 años, esbelta, de larga cabellera carmesí, piel casi pálida y brillantes ojos jades. Él, en cambio, era un hombre que apenas y aparentaba la misma edad que ella, cuando en realidad había sobrepasado poco más de dos siglos de existencia. Mas alto y esbelto que la mujer a su lado (y quien lo admiraba embelesada) Sebastian Michaelis tenía el cabello negro, la piel pálida y los ojos del mismo tono rojizo que el cabello de su acompañante. Grell Sutcliff le miró por enésima vez y apenas de soslayo antes de preguntar una vez más, y con evidente reproche en su voz, porque había accedido a quedarse a su lado.

Sebastian jamás respondía. Jamás podría responder. No podía confesar a un ser humano a quien, en efecto, le habían ordenado proteger, que se había enamorado perdidamente de ella. Pero que, de ser correspondido, ambos morirían. Se quedó helado cuando sintió las manos de Grell aferrarse a su brazo izquierdo y luego escuchó a la mujer murmurar que lo amaba.

Abrió los ojos de pronto, incorporándose de la posición incómoda en la que se había dormido, sentado frente a su escritorio. Normalmente estaba solo cada vez que esos sueños, recuerdos, o lo que fueran regresaban a él. En ese momento y para su absoluto horror, descubrió que la joven pareja que habitaba la antigua mansión victoriana estaba de regreso de su viaje a Escocia. Y que la mujer, de rizos rubios y ojos jades, le miraba fijamente y con un gesto preocupado.

—Deberías marcharte... Ambos...

El muchacho, de cabello índigo al ras del cuello y ojos color cielo le miró con una expresión de evidente sospecha, arqueando una ceja.

¿Tanto detestas a los humanos como para no soportar tener a uno cerca? Vivimos en esta mansión, en caso de que lo hayas olvidado...

Sebastian se puso de pie, ignorando categóricamente las palabras de aquel joven a quien, si debía ser honesto, consideraba pedante. E incluso le creía demasiado para la muchacha a su lado. Subió las escaleras a la planta alta de la mansión y, segundos después, se oyó un portazo proveniente de la oficina en la que acostumbraba encerrarse. Utilizando sus poderes, se aseguró de que ninguno de los dos 'mocosos' pudiese ingresar. Nadie más que él y quien lo enviara a aquella mansión podían romper el hechizo con el que sellaba las puertas. O con el que, en primer lugar, mantenía la mansión invisible a la vista de cualquier ser ordinario. En otras palabras, para cualquier transeúnte desprevenido, esa propiedad no existía. En su lugar, solo había un bosque de los tanto que podían ser hallados en las Tierras Bajas* escocesas.

En la soledad de aquella habitación, tan amplia como el resto de los ambientes de la mansión, nuevamente sintió el cansancio invadirle y, tan pronto como cerro los ojos, un nuevo recuerdo llego a su mente.

Ella había perdido prácticamente el brillo de sus hebras carmesíes y sus orbes jades mientras que, de rodillas bajo una intensa lluvia, Sebastian sostenía su cuerpo prácticamente inerte contra sí. No se atrevería a llorar. No debía hacerlo. En primer lugar, jamás debió haber llevado lo que solo estaba planeado como un vínculo entre custodio y protegida al extremo al que ambos lo habían conducido eventual e inevitablemente. Porque, para su desgracia, amarse les fue inevitable desde el primer momento en que el pelinegro se presentó ante Grell. Michaelis maldijo que su amo le impidiese confesar su identidad a aquella mujer desde su primer encuentro. ¿Acaso esperaba ese final? ¿Sería lo mismo con cada ser humano del que osara enamorarse a partir de ese momento? Porque de algo estaba seguro; ahora que Grell le había enseñado lo que era el amor, ya no intentaría huir de él cuando lo encontrara nuevamente.

Ciel y Elizabeth, sentados frente a la chimenea de la sala, se alarmaron ante el grito desgarrador proveniente de la habitación en la que momentos antes se encerrara Sebastian. Ajenos al hecho de que este había asegurado las puertas con su magia, se dirigieron rápidamente hacia allí.

Al llegar, intentaron abrir la puerta y, al encontrarla aparentemente cerrada, Elizabeth miró a su esposo, alarmada. A lo que el de cabello índigo negó apretando sus puños a los costados de su cuerpo.

—Nos será imposible entrar...

Dijo la mujer de rizos, con evidente tristeza y preocupación en su voz. Hasta que notó que su esposo estiraba su mano a la puerta, en cuyo anular tenía un anillo que ella recordaba haber visto antes. Más no en manos de Ciel. Se cubrió el rostro al descubrir que, de hecho, le pertenecía al pelinegro. El hombre de cabello ébano meneo la cabeza en un gesto para que guardara silencio y no le cuestionara al respecto para luego golpear apenas sutilmente la puerta con la curiosa piedra del color ébano-purpureo. Como lo había imaginado, esta deshizo el hechizo colocado sobre la puerta, mas no el que ocultaba la casa. Aunque este poco le importaba. Los ojos de ambos se abrieron enormemente al encontrar al pelinegro tendido sobre la alfombra borgoña de la sala. Sostenía en su mano izquierda una pequeña daga dorada que Ciel jamás le había visto, aunque la ignoró completamente, enfocándose en cambio en lo que había hecho con ella. Ciel fue el primero en acuclillarse frente a él y tomar la hoja en sus manos, apartándola a un lado, para luego alzar la barbilla del pelinegro para que le viera a los ojos. Sus orbes carmesíes, alguna vez brillantes, habían comenzado a opacarse. Aun así, logró enfocar su mirada en los orbes color cielo del muchacho frente a él el tiempo suficiente como para dejarle sus últimas palabras:

—Recuerdo que... me preguntó si les detestaba tanto como para no tenerlos cerca... No cometería... una estupidez tal como suicidarme si así fuera, ¿no cree?

Dejó escapar un último –y lastimero- suspiro antes de que sus ojos se cerraran para siempre. Ciel y Elizabeth solo pudieron observar estupefactos la escena.

Nota:

Tierras Bajas: El territorio de Escocia se divide entre estas, formadas por las mesetas y valles fluviales y las Tierras Altas, formadas por las montañas.

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