Tay se miraba en el espejo, arreglaba el traje que llevaba puesto una y otra vez, con el nerviosismo y necesidad de que todo estuviera perfecto, que no hubiera una sola arruga que se atreviera a estropear absolutamente nada. Kinn entró sin hacer ruido a la habitación en la que el chico se encontraba, una leve sonrisa se dibujó en sus labios al verlo a través del espejo, pues el chico que luchaba para verse perfecto en el reflejo, lucía extremadamente hermoso en los ojos de su mejor amigo.
A diferencia de sus amigos, ellos decidieron casarse en aquella casita de postal que habían reformado juntos, la misma en la que empezaron a dejar ir sus sentimientos de verdad, la misma en la que se prometieron tantas veces estar siempre el uno para el otro, en esa pequeña casa que significaba tanto para ellos y lo que, durante mucho tiempo, fue su pequeño secreto. Pero ahora se encontraban cada uno en su residencia principal, Tay concretamente se encontraba en casa de la primera familia, pues le pidió a Kinn que lo ayudara a prepararse, ya que sentía como sus emociones no podían ser controladas por él mismo y prefería estar cerca de Kinn, quien siempre había sido esa llave mágica frente a sus problemas. "Estás precioso, deja de estirar la americana y te la harás grande", escuchar la voz de Kinn a sus espaldas, hizo al chico sonreír ampliamente, Tay se giró y abrió los brazos, correspondiendo al abrazo que su mejor amigo le dio.
Todas las emociones negativas que el rubio sentía desaparecieron tras ese abrazo, sintiéndose completamente protegido, sintiéndose en una zona segura en la que nada malo podía ocurrir, en la que todos los posibles errores o contratiempo de una boda desaparecían. Kinn lo ayudó a terminar de acomodar la ropa, dándole una pequeña caja que pilló por sorpresa al chico, el cual lo miró con los ojos confundidos antes de abrir el regalo. "No es gran cosa, pero te dará ese toque brillante que tanto te gusta llevar", el castaño había ido a comprar un colgante que conjuntaba perfectamente con el traje que el rubio llevaba, igual que conjuntaba con su forma de ser. El diamante que llevaba en el centro era discreto, creando una figura de un sol minimalista, Tay sonrió al verlo y se lo tendió al más alto para que se lo pudiera colocar, fijándose en el reflejo que hacía cuando la luz lo iluminaba.
"Nunca dejarás de sorprenderme, ¿verdad qué no?", el más alto no pudo evitar reír ante el comentario del rubio y ambos negaron con la cabeza, "Gracias, por ayudarme absolutamente siempre y en todo", Tay sentía sus ojos humedecerse, por lo que alzó su rostro para evitar que las lágrimas pudieran caer y arruinar su propio maquillaje que tanto le había costado. Kinn mantuvo la sonrisa en sus labios y sacó un pañuelo de color azul oscuro, a conjunto con el traje que él llevaba puesto y se lo tendió al chico para que este pudiera secar sus lágrimas delicadamente, como todo lo que hacía, esa palabra definía a la perfección a Tay y Kinn solo podía observarlo con orgullo. "No debes dármelas, es lo que hacen los amigos, Tay. Y en el fondo, siempre serás mi primer amor", un guiño acompañó las palabras de Kinn, haciéndolos reír a ambos antes de que este sujetara las manos de Tay con firmeza, "Te mereces esto, mereces ser feliz, no pienses lo contrario nunca más, te conozco demasiado bien".
Sin darse cuenta, Kinn logró sacar esos pensamientos de la cabeza del rubio, el cual seguía pensando que no merecía todo lo que le estaba pasando, pensaba que cualquier cosa podría salir mal en cualquier momento y lo arruinaría absolutamente todo, boicoteándose a sí mismo de forma inconsciente. "Es tu momento de ser feliz, lo has logrado, has logrado el final que te mereces y te has merecido siempre, Tay", el rubio escuchaba las palabras de su mejor amigo con una pequeña sonrisa en los labios, olvidándose de su maquillaje por completo y dejando que pequeñas lágrimas cayeran por sus mejillas, siempre había tiempo para retocarlo antes de salir. El rubio abrazó a Tay con fuerza, sintiendo como los fuertes brazos de su amigo lo alzaban por los aires, haciendo que ambos rompieran a reír, el propio Kinn había dejado caer alguna que otra lágrima, pero nadie podía enterarse de ello.