Alemania

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Andrea:

Desde el momento en que Finn me propuso viajar a Alemania, supe que sería una experiencia inolvidable. Se tomamos dos semanas libres, algo que parecía un sueño dado nuestro ritmo de vida habitual, y la primera la disfrutaríamos aquí, en Alemania.

En cuanto llegamos a Berlín, la ciudad me atrapó con su mezcla de historia y modernidad. Paseamos por sus amplias avenidas, admiramos la majestuosidad de la Puerta de Brandeburgo y nos perdimos en los encantadores cafés y mercados callejeros.

Los primeros dos días fueron mágicos. Cada rincón de Berlín tenía algo especial que ofrecernos. Finn y yo caminábamos de la mano por los jardines de Tiergarten, disfrutando de la tranquilidad y el verdor del lugar. A pesar de ser una ciudad tan grande, Berlín tenía una calidez que nos hacía sentir como en casa.

Las siguientes dos noches, salimos con Zeligh y Lena, quienes nos mostraron la vida nocturna de la ciudad. Cenamos en restaurantes típicos donde probamos platos alemanes que nunca había imaginado.
Zeligh nos llevó a sus bares favoritos, donde disfrutamos de cervezas artesanales mientras reíamos y compartíamos historias. Esos momentos con amigos fueron tan especiales como las escapadas románticas que Finn y yo hacíamos durante el día.

Después de explorar Berlín, decidimos aventurarnos más allá y conocer otras ciudades. Viajamos a Múnich, donde la arquitectura gótica y los enormes jardines nos dejaron sin aliento. La Marienplatz, con su vibrante atmósfera y su histórico Glockenspiel, se convirtió en uno de mis lugares favoritos.

Cada noche en Múnich era una nueva aventura. Finn, tan relajado y feliz, se mostraba aún más dulce y atento de lo habitual. Me hacía sentir como si fuéramos los únicos dos en el mundo.

Frankfurt y Hamburgo nos ofrecieron experiencias igualmente maravillosas. En Frankfurt, nos impresionó el contraste entre los rascacielos modernos y los edificios históricos del Altstadt. Caminamos junto al río Meno, disfrutando del paisaje y de la compañía mutua.

En Hamburgo, nos enamoramos del puerto y de los canales que daban a la ciudad un aire romántico y nostálgico. Nos perdimos en sus calles adoquinadas, exploramos los mercados y disfrutamos de cenas íntimas en acogedores restaurantes.

Cada día juntos se sentía como una pequeña eternidad de felicidad. Finn, sin las preocupaciones del trabajo y de la vida cotidiana, se mostraba más divertido y cariñoso. Nos reímos hasta las lágrimas, compartimos secretos y disfrutamos de momentos de silencio que no necesitaban palabras.

Las noches eran especialmente mágicas. La luna reflejándose en los canales de Hamburgo, las luces de la ciudad creando sombras danzantes, y nosotros dos, envueltos en nuestro amor.

Después de seis días de pura alegría y aventuras, emprendimos nuestro regreso a Roma. Dejamos Alemania con el corazón lleno de recuerdos y la certeza de que este viaje había fortalecido aún más nuestro vínculo.

Mientras el avión despegaba, me acurruqué en el hombro de Finn y cerré los ojos, recordando cada detalle de nuestra semana juntos. Sabía que estos momentos permanecerían con nosotros para siempre, como un testimonio de nuestro amor y de la vida maravillosa que construíamos día a día.

Llegamos a casa dos horas antes del almuerzo, y no podía dejar de reírme. Finn, con esa mezcla de seriedad y humor que tanto me encantaba, me decía que le quedaban cuatro días de descanso antes de tener que volver a Nueva York. Me pedía, casi rogándome, que no organizara reuniones ni invitara a gente a casa. Solo quería quedarse conmigo, con mis padres, y disfrutar de un poco de paz.

Me lo pedía con tanto énfasis que supe que estaba realmente sobrepasado. Jamás me había pedido algo así; siempre me dejaba organizar a gusto y placer. Incluso su cumpleaños había sido una multitud de gente: todos sus amigos, sus mujeres, ambas familias. Obviamente, salvo Marco, que no participa en reuniones multitudinarias.

Sencilla dignidad- La liberación de los secretos - Libro IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora