Finn:
Mi llegada al aeropuerto fue una carrera contrarreloj. Había terminado apenas a tiempo con mis pacientes y me dirigí a toda velocidad hacia la terminal.
Cuando llegué, estaban anunciando la salida de nuestro vuelo. A lo lejos, vi a Andrea esperándome, ansiosa. Presenté mis tickets e identificación en el último momento y subí al avión junto a Andrea, justo a tiempo. Fui el último pasajero en abordar.
Al llegar a nuestros asientos, tuve que soportar las bromas de Zoe, quien me decía que era el pasajero más odiado del avión, ya que todos habían tenido que esperarme, y el vuelo salía con retraso.
Andrea prácticamente había armado un escándalo para asegurarse de que me esperaran. Mientras me acomodaba, no pude evitar sonreír al pensar en lo afortunado que era de tenerla a mi lado, incluso en situaciones caóticas como esta.
- ¿De verdad? ¿Tienes algún complejo con tus piernas? - le pregunté a Andrea.
Apenas tomó asiento, estiró las piernas y las colocó sobre las mías. Siempre hacía eso, incluso en casa, durante las comidas o mientras veíamos televisión, ya fuera por la mañana, tarde o noche.
- Tengo piernas cortas, no como las tuyas que son kilométricas. ¡Y me siento más cómoda así! Me encanta! - respondió muy relajada, estirando aún más las piernas sobre mis rodillas, como si fuera la dueña del asiento.
- ¿Te molesta? - preguntó de inmediato, mirándome con sus ojos inquisitivos.
Quería decirle que no era ella quien me molestaba, sino que esa acción me obligaba a no moverme para sostener sus piernas, y siempre terminaba siendo incómodo para mí. Sus piernas, aunque cortas como ella decía, a pesar de ser delgadas, con el tiempo, pesaban lo suficiente como para entumecerme si se quedaban ahí demasiado tiempo.
- ¿Qué crees? Podemos probar, déjame hacerlo a mí y tú me sostienes - le sugerí, sabiendo que probablemente recibiría una respuesta negativa.
- ¡No! ¡Vas a aplastarme! Además, yo soy chiquita y cortita, ¡y tú eres enorme y largo! Así que no. A mí me gusta así y es cómodo. ¡Te aguantas! - me regañó y se acomodó mejor, estirándose aún más y dándome una sonrisa de triunfo.
Sentí la presión aumentada en mis piernas y suspiré. No tenía caso discutir.
- A veces soy tan ingenuo. ¿Por qué insisto en pelear esta batalla? Hace años que la pierdo, y aún así insisto - respondí resignado, echando la cabeza hacia atrás en el asiento y cerrando los ojos por un momento.
- ¡Iluso! Eso eres. Después de tantos años juntos, aún no aprendes. ¡Yo siempre gano! - dijo riendo descaradamente.
La miré tratando de no reír; era increíble, porque de cierta manera tenía razón. Su tenacidad siempre me dejaba sin argumentos.
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Sencilla dignidad- La liberación de los secretos - Libro II
RomansaEn ocasiones, las ataduras que nos aprisionan nos sumergen en una oscuridad intrincada, donde solo los secretos más profundos de nuestros corazones encuentran refugio. Es entonces cuando el orgullo y la vanidad irrumpen, desatando la destrucción a s...