Misterio

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Andrea:

Finn se marchó de Roma dos días después, y mientras veía cómo se alejaba, no podía dejar de valorar el esfuerzo increíble que había hecho en medio del caos para venir a verme, para asegurarse de que estaba bien.

Pero a pesar de su presencia y de todo lo que intentaba hacer por mí, el miedo seguía clavado en mi pecho, latente, como una sombra imposible de disipar.

El temor de perder a Gia me destrozaba el corazón. Sabía que por ahora, legalmente, podía quedarme con ella, pero había algo dentro de mí, un miedo persistente, irracional quizás, que no lograba calmar. La idea de perder otro embarazo, de no poder protegerla, me atormentaba, como un eco constante que no me dejaba respirar en paz.

A pesar de todo, cuando veía a Gia tan feliz en casa, sentía que tenía una familia hermosa y perfecta. Ella se había convertido en una compañera inseparable, llenándome de amor, calidez y felicidad.

Verla junto a Finn era algo mágico, la forma en que lo miraba, cómo lo admiraba, me llenaba de una mezcla de orgullo y ternura. Finn, con su paciencia infinita, se había transformado en un hombre aún más dulce con ella, más divertido.

En la privacidad de nuestra casa, Finn siempre había sido divertido, haciendo que me riera hasta quedarme sin aire, y con Gia no era diferente. Los tres juntos, éramos una familia, y el simple pensamiento de perder eso me aterraba de una manera que no podía describir.

Me enojaba con Finn porque, aunque decía que la quería, mantenía esa frialdad característica en sus decisiones. Me decía que si llegaba el momento en que tuviera que irse, entonces así debía ser. Era una decisión que habíamos pactado desde un principio, pero no era fácil para mí.

Gia se había metido en mi corazón de una forma que no esperaba, y el amor que sentía por ella era inmenso, abrumador.

Finn, en cambio, parecía tener una capacidad asombrosa para manejar esos sentimientos que a mí se me escapaban. Mientras él lograba mantener esa frialdad, yo solo sentía, y controlar esas emociones me resultaba imposible.

Creí que con el tiempo, Gia terminaría por ganarse el corazón de Finn, que él también llegaría a querer que se quedara con nosotros para siempre.
Pero no fue así. Finn se mantenía firme en nuestro acuerdo inicial: si aparecía familia, Gia debía irse. Y aunque entendía su razonamiento, no podía evitar sentir que una parte de mí se rompía cada vez que pensaba en ello.

No estaba lista para perderla, y el solo hecho de imaginarlo me destrozaba por dentro. Llevábamos una semana discutiendo lo mismo a la distancia, y no lográbamos ponernos de acuerdo.

Era sábado por la mañana, y todo parecía transcurrir con una calma engañosa. Mis padres habían venido a buscar a Gia para llevarla de paseo y luego a almorzar, y mi hermano se uniría a ellos más tarde. Mi hermana, en cambio, se quedaba en casa porque Elijah había regresado de su viaje.

Se quedaría unos tres días mas, antes de marcharse nuevamente a Nueva York para ayudar a Finn. Incluso Zoe planeaba irse un par de días con ellos, y si todo salía bien, los tres regresarían juntos.

Estas semanas habían sido particularmente confusas para mí. Una mezcla de preocupación y tristeza me acompañaba desde que supe del accidente de María y sus hermanos. Sentía una impotencia terrible al no poder estar allí con ellos, sumada al miedo constante de que algo más pudiera salir mal.

Aunque Finn me mantenía informada sobre su estado y me había asegurado que estaban recibiendo el mejor cuidado ya que los traslado a su clínica, la distancia me carcomía por dentro.

Cada vez que intentaba insistir en ir a Nueva York, terminábamos discutiendo. Finn, con su tono calmado pero firme, me decía que aún no era el momento, que me avisaría cuando María despertara. Su postura, tan inquebrantable, me generaba una mezcla de molestia y desesperación.

Sencilla dignidad- La liberación de los secretos - Libro IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora