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Abigail

"El infierno esta vacío, todos los demonios están aquí." - William Shakespeare, "La tempestad"

Me despierta el sonido de las cacerolas al ser removidas, junto con el sublime aroma de huevos con tocino. Mi estómago gruñe al instante, como si llevara semanas sin probar bocado alguno. La comida es una de mis cosas favoritas de la vida, pero ni siquiera mi insana pasión por ella logra distraerme de los acontecimientos de ayer.

Había llegado pasada la medianoche en modo automático; nunca en toda mi existencia me había alegrado tanto de ver un porche de ladrillo cubierto de hiedras y begonias. Una vez que crucé la reja del portón, tuve que escabullirme por la puerta de atrás, lo cual es más complicado de lo que parece, ya que por ningún motivo podía permitir que mi abuela se despertara y me pescara entrando a hurtadillas en mi propia casa como una pequeña ladrona.

Salgo de mi cama a pesar de lo tentadora que es solo quedarse en ella por un mes o dos; sin embargo, no puedo seguir evitando esto para siempre. Mis pies descalzos tocan el piso de madera, lo cual me provoca una mueca debido al escozor. Lo levanto para tener un mejor vistazo y mi mueca se profundiza; tiene peor aspecto del que imaginaba. Varias espinas aún siguen clavadas en él persistentemente, y algunos pequeños pedazos de carne fueron desprendidos mientras corría enloquecidamente por el bosque. Eso sin mencionar lo hinchado que está gracias a la torcedura de tobillo.

Pruebo a dar un paso sintiéndome como la Sirenita una vez convertida en humana, mientras trato de llegar al espejo preparándome para lo que devolverá el reflejo. Okay, no es tan grave.

Solo necesitaré muchas blusas de cuello alto o gargantillas si quiero pasar desapercibida. Recorro con la punta de mis dedos la línea dañada en mi cuello; no es un gran corte, pero aún es visible, al igual que el raspón en mi mejilla derecha, justo donde él...

Como le cuentes a alguien lo que viste esta noche, como nos vuelvas un foco de atención, te cazaré y haré de tu vida un maldito infierno.

Un estremecimiento me recorre de arriba a abajo mientras intento alejar la intrusiva voz de mi mente. ¿Cómo podría estar tan demente como para ir en contra de quienes demonios sean esas personas? O tal vez es precisamente lo que son.

Demonios.

¿Era cobarde de mi parte?

Absolutamente.

Pero ese hombre que en paz descanse ya se encuentra en el más allá; no es como si pudiera recibir alguna ayuda de todas formas. Para eso están los policías, ¿no? No es mi problema si un culto satánico está haciendo rituales en sus bosques; mientras esté lo más alejada posible de ellos, estoy bien.

Unos ojos opacos y azulados me devuelven la mirada, los cuales combinan muy bien con los cardenales en mis piernas y costillas, a juzgar por las punzadas que siento en ellas cada vez que respiro. Me levanto el pijama de algodón solo para comprobarlo y sí, un feo cardenal se asoma por encima de mi estómago.

¿Cómo me lo hice?

Ni idea; algunos de los sucesos están algo borrosos, ya sea debido a mi estado no tan sobrio o al trauma causado.

Hola, psicólogos, allá voy.

Decido que ya es suficiente de mi propio reflejo y abro uno de los cajones de mi mesita de noche para revisar mi móvil de emergencia, que tiene la misma línea que el mío (como para casos como lo de ayer; clímax, puedes irte a la mierda) para comprobar si hay algún mensaje importante. Lo encuentro casi al instante, junto con varias fotografías que decido ignorar; no necesito más crisis depresivas, por favor y gracias. Activo la línea e inmediatamente me arrepiento.

LujuriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora