Capítulo 70

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Kenai

Como no tengo nada más que hacer y la eternidad es aburrida, ¿qué mejor idea que visitar a mi mejor amigo?

Un cuervo se posa sobre la ventana de Géicolo mientras moldea una estatua de tamaño humano. El mármol frío bajo sus dedos siempre le ha resultado una sensación familiar y tranquilizadora. Se aparta el pelo rubio oscuro de la frente con la manga, mientras la escultura empieza a tomar forma a medida que desliza el cincel con precisión y fuerza. La visión en su mente siempre es clara, y cada golpe del martillo es un paso más cerca de traer esa visión a la realidad.

La luz tenue de la habitación ilumina la piedra, destacando las sombras y las texturas que emergen bajo su mano experta, así como el brillo en sus ojos verdes azulados mientras se concentra en su labor. Se aplica con precisión en los detalles, en las finas líneas que delinean el rostro de una mujer, en las curvas que definirán su postura imponente. Cada músculo, cada pliegue de la ropa, cobra vida bajo la superficie de mármol.

Un homenaje, una memoria inmortalizada en piedra.

Mi cuervo picotea en su ventana, una sonrisa ladeada marca sus hoyuelos cuando se da la vuelta para verlo. Han pasado meses desde la última vez que nos vimos, pero da igual el tiempo que pasemos separados, siempre es la misma zona de confort.

Se acerca a la ventana y la abre, de seguido me materializo a su lado en sombras, mi figura de Matadioses es incomparable a cualquier estatua que haga.

—¿No tienes dinero para ordenar a alguien que haga eso por ti? —le pregunto a propósito para picarlo, señalando la estatua con la mano.

—Alguien me dijo una vez que debo encargarme yo de mis cosas, y no permitir que nadie las haga por mí —me replica en tono teatral y carismático.

—Cuando te dije que debías ocuparte de tus propios asuntos, me refería a los más... vitales —respondo sacudiendo una pequeña mota invisible de mi hombro.

—Una cosa no quita a la otra, y en mi caso, soy un hombre que puede hacer dos cosas a la vez.

Nos quedamos quietos mirándonos el uno al otro, todavía en el papel, y al instante sonreímos y nos fundimos en un abrazo entre risas.

—Dime, ¿a qué has venido, Cuervo? —me pregunta con su característica sonrisa magnética.

—¿Acaso no puedo querer visitar a mi mejor amigo sin ningún tipo de interés de por medio? —pregunto con cierta picardía. Geico alza una ceja y yo sonrío, materializando una bolsa de papel en mi mano—. En realidad, sí quiero algo.

Le paso el contenido y Géicolo lo saca con cuidado. Es una tarta de frutos silvestres.

—Es la primera vez que la hago, quiero que la pruebes y me digas qué tal está.

Geico sonríe, mete un dedo en la tarta y se lo lleva a la boca.

—¡No hagas eso! —le regaño al instante.

Se ríe a carcajadas, sabiendo perfectamente lo que me molesta que metan los dedos en la comida sin miramientos. Siempre lo hace a propósito para mosquearme. Cada vez que cocino algún postre, él es el primero en probarlo.

Mis sombras pronto llegan con un tenedor, y para mi fortuna, Geico lo toma para coger un trocito de tarta y llevárselo a la boca.

—De verdad, no entiendo cómo lo haces —dice con la boca llena.

—Arranco los dones de pastelería de mis víctimas y me los aplico —afirmo con seriedad, justo antes de dejar que una sonrisa burlona estalle en mi rostro—. A veces me gustaría que te atrevieses a cocinar algo conmigo. No vas a ser tan horrible como Denahi o Sirius.

—Cocino muy bien, pero me pone de los nervios que seas tan quisquilloso.

—Lo que tú digas —suelto poniendo los ojos en blanco.

Avanzo hasta el sofá de la gigantesca sala de escultura de su casa y me siento en ella, el mueble chirría al hacerlo. Geico se saca su mandil de trabajo, lo deja en el perchero y se deja caer a mi lado.

—¿Cómo has estado, amigo? —me pregunta.

—Ha sido todo un caos, aunque la parte buena es que mi hijo ha vuelto.

—¡¿Sitka está libre?! —exclama—. ¿Cómo no me avisas antes?

—Como he dicho, ha sido todo un caos.

—¿Pero está bien?

—Sí, sí, está perfecto.

—Joder, Keny. No pienso sentirme culpable de no haberlo sabido antes si no me cuentas nada. Te apareces aquí cada mil años.

—Exagerado.

—Es cada cumpleaños, y con suerte vienes en el tuyo. Eres tú el que tiene el poder de la teletransportación.

—¿Tan rápido os pasan los años a los mortales?

—No soy mortal, imbécil.

Me pega una colleja y me sale una sonrisa, luego levanto las manos en estrella en señal de rendición.

—Es verdad, lo siento. Ahora que no tengo tanto lío, estaré más por aquí, te lo prometo. ¿Qué tal tu familia?

—Bien, no ha habido mucho cambio desde el golpe de estado de la Bruja Negra. Afortunadamente, aquí gozamos de comida y ropa para vestirnos, aunque no creo que todos los pueblos opinen lo mismo, muy a mi pesar. Hemos donado las necesidades más básicas a los que hemos podido. ¿Qué hay de tu llama oscura?

Me quedo en silencio unos momentos.

—Ya no me importa.

Frunce el ceño, extrañado. Me conoce demasiado bien.

—Tantos días oyéndote hablando sobre ella, y ¿ahora te da lo mismo?

—Me ha traicionado.

—Y tú a ella. —Se acomoda en el sofá hacia atrás, expande sus musculosos brazos por el asiento—. Ahora estáis en paz.

—Se supone que he venido aquí a sentirme mejor.

—Date media vuelta y regresa a tu casa, entonces, porque aquí te soltaré las verdades como puños —remata con sus hoyuelos adornando sus mejillas con una sonrisa—. Te lo he dicho en el pasado y te lo digo ahora.

—¿Hay algo nuevo en tu vida?

Esta vez es él quien se queda en silencio.

—¿Nuevo en qué sentido?

—En el sentido que sólo ha conquistado una mujer —digo señalando a la estatua que estaba esculpiendo, aunque la sala en general está llena de ellas.

Sonríe y suelta un pequeño suspiro.

—En ese caso, me temo que no. No he sido capaz de volver a enamorarme. Y lo he intentado, de verdad, tengo que pasar página.

—Hay amores que solo se viven una vez —respondo encogiéndome de hombros—. Y eso que nunca he llegado a saber quien era.

—Porque no parabas de amenazarme con matarla —gruñe.

—¡Me dijiste que un día te llamó perro! —me quejo—. Solo te he advertido que la próxima vez que lo hiciera, la decapitaría y colgaría su cabeza en mi salón. Solo yo puedo insultarte, chucho canoso.

Trata de aguantarse pero acaba soltando una risa por lo bajo, negando con la cabeza.

—¿Bourbon? —me pregunta levantándose del asiento—. He reservado una botella a propósito para cuando vinieras.

—¿Planeas emborracharme hasta volvernos dementes y ponernos a pelear por una semana en algún valle, y así digo que no puedo dejar mi disputa con tu ex muerta a medias mientras tú me echas en cara lo malo que he sido? Porque entonces, acepto.

—Eso mismo, pasa para aquí, cuervecillo —dice saliendo por la puerta.

—Voyyy —canturreo.

Por el ControlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora