IV. 9. Los subterráneos

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–Vamos a tener que ir por el túnel –dice Roth.

–No va a quedar otra –dice papá–. Pero primero quiero que me expliquen quién más está en la casa.

–No hay tiempo para eso –dice Roth–, guardá ese revólver.

–¿Qué túnel? –pregunto.

–Un túnel que cruza por abajo de la calle –dice Roth–. Podemos llegar a la casa de enfrente, donde hay una puerta parecida a la nuestra. Ahí cruzamos los dedos y esperamos que nos abran. También podemos tirar la la puerta abajo.

Qué completa la solidaridad entre vecinos, pienso. Hay un túnel, se tienen confianza, y él lo único en que piensa es en tirar la puerta abajo.

Robert baja hacia nosotros con las manos hacia arriba, mostrando las palmas. Al verlo, a papá le baja el color de la cara. Se queda frío, como suele decirse. Él de verdad se queda frío, le podría tocar las mejillas con los dedos y me quedarían helados.

–¿Lo conocés? –le pregunto a papá.

–Que si lo conozco, claro que lo conozco. Roth, contame una cosa. ¿Para qué me dejaste vivir hasta acá? Lo que vayas a hacer, hacelo de una vez, pero no me molestes. A mi hijo dejalo que se vaya, es lo único que te voy a pedir.

–Dale, Wayne, no seas dramático –dice Robert–. Nos vamos a salvar todos.

–¿Qué estás buscando acá? –le pregunta papá.

–¿Quién es ese tipo? –pregunto.

–Discutamos del otro lado –dice Roth.

–Vos me vendiste desde el principio, yo lo tendría que haber sospechado –se lamenta papá mirando a Roth.

–Eso no. Yo no te traicioné en ningún momento. Las cosas fueron pasando. Nada más.

–Claro, nada más. Siempre es nada más eso, que las cosas pasan y no pasan nunca como una se las espera –se burla papá.

–Bueno, a ver si queda claro –dice Robert–. Las opciones son dos. O te quedás acá hasta que los chinos tiren abajo la puerta. Ahí se te acaba el paseo y a tu hijo también, y ni hablar de tu otro hijo que espera el transplante. O...

–O vamos con ustedes –digo.

–Exacto –dice Robert.

Una vez que lo formula así, lo más adecuado parece ir a la boca del abismo en compañía de dos lobos.

***

Roth baja primero al sótano. Yo me doy cuenta de que lo busqué por tanto tiempo sin imaginarme nada, en el fondo, y ahora tengo el disgusto de saber que no es tan cercano de papá como yo pensaba. ¿Qué me imaginaba, que la amistad iba a pesar tanto en el Territorio que alguien iba a poner en riesgo lo que tenía por amistad? Lo pueden llamar ingenuidad. Seguro era ingenuidad.

Roth baja primero, atrás de él va Robert y por último papá y yo.

–Contame quién es Robert –le pregunto.

Papá sacude la cabeza. Es un gesto que le conozco. Va a contarme una mentira u ocultarme alguna cosa, lo cual es lo mismo.

–Es un científico importante, uno que trabaja para Walter Xi –dice papá–. Por ahora no puedo decir más.

–¡Que YO trabajo para Walter Xi! –se ríe Robert, que por lo visto está escuchándonos–. Más bien digamos que él trabaja para mí.

–Vení por acá –le dice Roth a Robert–, no los interrumpas.

Con papá nos rezagamos unos pasos. Le pregunto si tenemos algún plan y él dice que no. El único plan es ir viendo qué pasa. Vamos a improvisar cuando conozcamos la situación, y por el momento no la conocemos. Yo suspiro. Lo urgente no le importa a papá. Siempre fue igual. Supongo que es esa cosa que se llama sangre fría. La misma que tiene un reptil. Pero yo tengo curiosidad y quiero escucharle la voz.

–Contame qué te pasó este mes –le pregunto.

–Cuando salvemos a tu hermano te cuento –responde.

–Jairo se va a salvar igual de mucho o poco aunque no me cuentes. No lo vas a salvar por no contarme.

–Quiero decir que no es el momento. ¿Él cómo está?

En ningún momento preguntó cómo estoy yo. Con estos apuros a lo mejor es de lo más normal, porque a mí me está viendo. Puedo tener un nuevo trauma o algo muy interno que ande mal, pero él se estará fijando en el bienestar corporal y piensa que no me pasó nada grave. Respiro hondo. No me voy a enojar.

–Jairo anda más o menos. Empezó a decaer muy rápido, dijeron que esta noche, la noche que ya pasó, podía ser su última noche.

Los dos nos quedamos en silencio. Estamos bajando la escalera al sótano. Yo lo acompaño por si se tropieza o necesita un apoyo.

En un momento, cuando terminamos de bajar, Roth vuelve corriendo sobre sus pasos. Nos dice que lo esperemos. Sube la escalera y sigue viaje hacia la casa. Luego baja con una valijita y cierra la puerta. Es una puerta de hierro fundido que parece la de una bóveda de banco. Por último, baja las escaleras.

–Ya van a ver esas basuras que se meten en casa, ya van a ver.

Ahí me doy cuenta de que tiene algún tipo de explosivo y que va a hacer explotar toda la casa. Y me pregunto si el sótano, donde estamos nosotros, aguantará.

***

–¿No nos convenía negociar con ellos? –pregunta pap.

–¿Con qué querés que negociemos, o qué cosa valiosa tenemos? Solamente tenemos a Antay para negociar –Roth me señala con el mentón– y no creo que ninguno de nosotros lo quiera usar para negociar. Porque vamos a tener que entregarlo si negociamos.

El único que me mira con codicia, pensando que sí me entregaría, llegado el caso, es Robert.

–Visto así tiene razón Roth –digo yo como un tonto.

Me da nervios ser tan valioso y que me puedan usar en transacciones. Me pueden usar como un objeto. Mi voluntad o falta de voluntad ya no tiene importancia.

Así me sentí también cuando me volví adolescente. Volverme adolescente me dio esa sensación de mirarme desde afuera, como si fuera yo misma, porque no es que hubiera dejado de ser yo misma, pero a la vez fuera otra. Una persona que tiene un valor en sí mismo y un valor de mercado. Antes nunca pensé que una persona, yo misma, pudiera tener un valor de mercado, pero cuando empecé a ver las miradas de los hombres me di cuenta de que tenía también un valor de mercado. Algo parecido, solamente que más bestial, viví en Ciudad Vicio cuando me tomaron de esclava. Fue una sensación muy comparable, eso quiero decir.

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