III. 15. La Difunta y el Cacique

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Al parecer, Pedro II no está acostumbrado a los contratiempos, porque pierde la compostura. Y lo hace por algo tan menor, dentro de todo, como que un objeto "a pequeña" desaparezca en sus narices.

Esa es la oportunidad que tenemos todos los demás para avanzar.

No es la primera vez que veo algo así. Creo que se relaciona con el carácter de las personas. Algunas personas, según el carácter, se ponen mal cuando algo no sale según los planes. Puede ser algo chiquito, pero les destruye las defensas. Y se abren a que les pasen desgracias mayores. Por eso yo digo que las cosas, como las causas, no tienen mucha importancia. Lo que sí tiene importancia es el efecto de las cosas, y a veces cosas mínimas pueden tener un efecto impresionante.

Creo que esto pasa con Pedro II.

–Ahora a correr –dice Kubrick, y todos arrancamos, mientras el emperador corre a nuestro lado como si fuera uno más.

***

–No parece una persona tan temible –le digo a Sierra que sigue en mi hombro.

–Las apariencias engañan. Fijate lo que pensabas de la Flor.

–La Flor tampoco me parece tan temible.

Ahora se ríe.

–Antay, escuchame bien. Nunca le bajes el precio a la gente que por un motivo u otro quedó opuesta a vos en el tablero. Me parece que si alguien es enemigo para vos es una persona ridícula. Más bien subiles el precio, porque el día que los enfrentes te va a jugar muy en contra si tu imagen es baja. No se explica que valgan tan poco y hayan llegado tan lejos.

Casi le digo que no veo que hayan llegado tan lejos, pero pronto me doy cuenta de que no es la respuesta adecuada. En alguna medida es cierto que llegaron lejos.

En eso nos topamos con el segundo guardia.

Es el Cacique Calfucurá y ni siquiera la Difunta pudo superarlo, según parece.

O será que se conocen desde antes. Lo que es seguro es que la Difunta está a su altura, pero ya no avanza. Pronto la vamos a alcanzar todos.

Nosotros, por un lado. Pero también Don Pedro.

***

–No está nada bien lo que hiciste, Deolinda –dice Pedro II–. Nosotros tenemos reglas, valores, un honor personal...

–Callate –dice Calfucurá–. Ahora no.

–Pero...

–Tenés razón en lo que decís –sigue–. Pero no es el momento. Deolinda me está contando otra cosa.

–Bueno, pero no te olvides...

–Ya lo escuchaste, viejito –interviene Kubrick, siempre feliz de ser un poco malvado–. No es el momento, más tarde llegará el momento, por ahora callate un ratito.

Don Pedro se aleja unos pasos. Yo le pregunto a Sierra si le podemos ir a hablar y él dice que como quiera, aunque quizá no sea la mejor ocasión, siendo él una persona tan sensible y tan acostumbrado al respeto.

–Todos tendríamos que estar acostumbrados al respeto –digo.

–En un mundo ideal, seguro. En este, te frustrás a los veinte segundos si esperás respeto –dice Sierra.

Me acerco a Don Pedro. Me presento con mi nombre y no digo nada más. ¿Qué más le podría decir? ¿Que soy un estudiante, que papá se extravió y quiero encontrarlo, que soy un futuro guionista de videojuegos? Por más que me ponga a pensar no se me ocurre nada interesante para decir de mí mismo. Porque por lo que yo soy, o sea por lo que hice, me parece que no soy nada.

–Yo soy la realeza, sabe –me dice Pedro II–, a mí no me pueden tratar así. Primero Deolinda pasa como quiere, claro, si la barrera es material, evidentemente no va a frenar a un objeto "a pequeña". Pero eso no es porque la barrera esté mal hecha, es que está diseñada de otra manera. No hubo ninguna falla en el diseño, el diseño estaba perfecto, si ella se coló es por otro motivo.

–Claro –dice Sierra cortésmente.

–Se coló porque juega sucio. Y ahora Calfucurá parece que le da la razón a ella. ¿Esta es una manera de tratar a los aliados?

–No, qué va a ser manera –digo, entendiendo la estrategia de Sierra.

Es la de darle la razón a Don Pedro contra Calfucurá para que se convierta, al menos en el corto plazo, en nuestro ayudante. Contra Calfucurá, o sea. Y lo veo tan irritado, pensando con tan poca claridad, que a lo mejor tengamos éxito, se me ocurre.

***

–Y además –sigue Pedro–, si la Difunta entra, ¿qué cambia? No cambia nada, si ya la Flor Rozas alcanzó al Colgado seguro.

Involuntariamente trago saliva. No sé qué significa el encuentro de Rozas con el Gauchito, pero me parece que debe ser algo terrible.

A Sierra también le parece, porque siento que le tiembla la voz:

–¿Estás seguro? ¿Ya encontró al Colgado?

–No sé si lo encontró –refunfuña Pedro–, ¿cómo voy a saber yo eso, exactamente? Lo que sí sé es que es un rastreador de primera y que tiene la miel. Con la miel, Calfucurá lo deja pasar y los Pincheira que dan vuelta cerca del Gauchito lo van a dejar pasar también. Entonces es cuestión de tiempo antes de que lo encuentre al Colgado, ya no hay nada que hacer. Te diría que ni aunque Calfucurá los dejara pasar a ustedes habría nada que hacer. Y es imposible que los deje pasar.

–Ah –digo–, entonces los Pincheira no deben estar enterados.

–Claro, debe ser eso –acota Sierra con ironía.

Don Pedro piensa que estamos inventando algo. No se le ocurre que de verdad pueda haber sucedido algo relevante de lo que no esté informado antes y después.

–¿De la destrucción de Ciudad Vicio? Claro que están enterados.

–No, no, de la muerte de Pympp. El hermano mayor. El primogénito de los Pincheira.

Don Pedro nunca tuvo la tez muy morena, pero cuando escucha esto la piel se le pone más blanca que la barba, la caída del color se nota muy claro, y yo estoy seguro que se va a desmayar. Al final no se desmaya pero tartamudea.

–¿Pympp? Pero si lo vimos ayer. No puede ser.

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