IV. 7. Casa rodeada

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Mientras Roth trata de desactivar los mecanismos de seguridad de su casa, que al parecer son muchísimos, Robert vuelve al auto y saca una Kaláshnikov. Apunta a la casa de enfrente y empieza a disparar.

–No nos tiraron desde ahí –digo yo.

–Eso qué importa –y sigue tirando.

El vehículo chino aminora la marcha. Nos gritan por los altoparlantes, en inglés, que nos acerquemos con las manos en alto.

–¿Son idiotas? –dice Roth–. ¿No ven que están tirando del otro lado también?

Y es verdad que están tirando. Nunca pararon, pero ahora, cuando estamos más cerca de la casa, perdieron el buen ángulo de tiro. Aunque con esas balas no van a alcanzarnos, todavía, yo siento que empiezo a hiperventilar. Me agito.

–No me pongas nervioso –dice Roth, y por su voz me parece que está de buen humor.

Debe ser un suicida o un loco.

–No me pongas nervioso porque si pongo mal un número volamos todos. ¿Te imaginás si de una casa tan linda, que vale más de cien mil soberanos, no quede más que un cráter? Sería un espanto.

Robert se ríe.

–Qué locura que tardes tanto en desactivar la seguridad –dice–. Si tenés que entrar rápido estás frito.

–La tendría que haber desactivado a distancia.

Los dos están tranquilos, relajados. Yo siento que las piernas no me sostienen.

–No entiendo que no tengan miedo. No entiendo que no tengan miedo. No entiendo.

Robert me aprieta del brazo.

–Escuchame, Antay. Te voy a hablar como a un hijo. Claro que tenemos miedo. Pero a nosotros el miedo no nos sirve de nada. Entonces lo dominamos y lo usamos para poner en movimiento otras cosas. La adrenalina. La resistencia.

–Yo no puedo dominar mi miedo, no puedo dominarlo nada –se me aflojan las piernas.

Me pega una cachetada suave.

–Vos querés dominar tu miedo, Antay. Es que sos muy joven. No te das cuenta de que tu miedo hace tu grandeza, pero pronto te vas a dar cuenta. No tenés que dominarlo. No es tu esclavo. Tenés que usarlo de compañero y socio.

Los tiradores invisibles ya encontraron un ángulo mejor. Empiezan a sacarle esquirlas de madera a un borde de la puerta. La madera es superficial, por debajo hay algún metal que no sufre por los disparos. Los chinos no sé dónde quedaron, pero siguen dando instrucciones por el altoparlante.

–Vamos a tenerlos enfrente en poquitos segundos –dice Robert.

Por primera vez hasta él está preocupado.

***

Roth logra abrir la puerta y todos saltamos al interior de la casa. Suena una melodía que más bien parece algún tipo de alarma. Pronto nos rodean perros de todos los tamaños.

Yo me quedo frente a la puerta para verificar que esté bien cerrada. Espío por la mirilla e imagino que pronto van a llegar los gendarmes chinos, pero no llegan. Estarán tratando ser precavidos. Saben que hay otro grupo hostil y no querrán arriesgarse inútilmente hasta que lleguen refuerzos.

Porque los gendarmes siempre tienen refuerzos. Tienen más recursos. Esa es su mayor diferencia con los criminales comunes. Aunque con el aumento de la riqueza en el Territorio es probable que pronto los criminales comunes tengan ejércitos irregulares más fuertes que los regulares, o encuentren otro modo de hacer palanca.

Pienso en la mina desmantelada de uranio. Si algún grupo de la resistencia lograra conseguir una porción suficiente del mineral, y pudiera pagar la tecnología para hacer la bomba, ¿qué pasaría? Se desarmaría el equilibrio de fuerzas en muy poco tiempo.

Pero me quedo tranquilo pensando que las autoridades de la Federación, dentro de todo menos violentas que los grupos terroristas, seguro ya pensaron en esto y no dejaron ninguna posibilidad de que se roben el uranio.

–Hola, mis amores –dice Roth, y los perros los rodean.

Afuera suena una explosión. Alcanzo a ver a través de una ventana blindada que la vereda de Roth ya no existe. Hay humo y fragmentos de piedra por el aire. Pronto van a caer, pero no cayeron todavía.

–Qué locura, Antay –dice Roth–. Yo no me imaginara que fuera a ser así. Un corazón para un hijo, salvar a un hermano de la muerte segura. Nada de eso debería ser tan complicado. Debería ser más fácil, no está bien que tengas que pasar por todo esto.

Pienso en Jairo. No me pregunten por qué pero estoy seguro de que sobrevivió la noche.

–No nos acordemos de cosas tristes. O de cosas injustas, que también son tristes. Vení, vamos a ver a tu papá.

–Claro, me gustaría –me río yo.

Y ahí confirmo que Roth es loco o medio idiota. Cómo va a hablarme en esta situación de ver a papá, que andá a saber dónde estará, sobre todo si quedamos encerrados en una casa de la que no vamos a poder salir más que como prisioneros o muertos.

***

Recién ahí se me ocurre que tal vez, pese a todo, Roth sepa dónde está papá. Se lo pregunto.

–Claro que sé dónde está papá –dice él, sin dejar de acariciar a los perros.

–Pero no podemos ir a verlo ahora.

–Cómo no vamos a poder –se sigue riendo–. Pasaste tanto tiempo esperando el momento, mirá si vamos a hacer que lo demores más todavía.

La casa tiene dos plantas y Robert va al primer piso. Eso, al parecer, no preocupa a Roth.

–¿Querés ver a tu papá o te da lo mismo? –pregunta Robert.

–Claro que lo quiero ver, pero salvo que haya una salida alternativa no me imagino cómo vamos a encontrarlo.

Roth sacude las manos. Pega un grito con todas las fuerzas de sus pulmones.

–¡Wayne, no te asustes que somos nosotros! Te trajimos una sorpresa.

Me mira y me dice que bajemos al sótano.

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