II. 12. Las pulgosas

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Me pone bastante mal lo que veo ahí dentro. Hay esclavos de todas las edades, pero casi todos más jóvenes que yo. Dan vueltas entre las mesas o sobre el escenario. Veo algunos clientes locales. Se les nota por la ropa y por la manera de moverse. Eso creo yo. Pero la mayoría de los clientes vienen en pequeños grupos y son recién llegados. Son ciudadanos de la Federación que se quedan ahí unas horas y luego vuelven a su vida regulada del otro lado del muro. Son turistas.

Pienso que si paso mucho tiempo ahí voy a morirme.

Creo que no voy a poder pasar ni una hora entera.

Me sientan a una silla y me presentan a mi propietario. Así lo llama Petra. Es un señor mayor, con cara de amable y ojos huidizos. Sin embargo, mientras llegaba a la mesa, le vi aplicarle un puñetazo con mucha precisión a un nene que no se ajustaba a algún deseo suyo.

–Te queríamos conocer, Antay –dice mi propietario.

Petra y Wanda están de pie, a un paso de la mesa. Ninguna habla y no parece tampoco que las dejarían. Yo sigo con una posición rara, un poco encorvada, porque el arnés me limita los movimientos.

–¿Quiénes querían?

En eso alguien empuja la puerta vaivén. Al principio no lo veo bien porque el sol de fondo me deja un poco ciega. Tanto sol es algo que debería estar prohibido, teniendo en cuenta lo que son ciertos lugares.

La persona que llega es el gendarme que casi no nos deja pasar. El que le hizo perder la paciencia a Kubrick. Casi me alegro de verlo. Pienso: al final llegó la ley, me va a rescatar, en la Franja no pueden hacerles a los menores esto que me hacen a mí. Es un atropello, yo soy un súbdito colonial británico. Me imagino el escándalo que va a hacerle a mi propietario y los destrozos que va a causar en su local.

***

Pero el gendarme no amenaza a nadie ni da vuelta la mesa de una patada ni me rescata a los tiros de todos los otros criminales que me quieren mantener presa. Al contrario, se sienta a la mesa, se saca la boina y sonríe.

–Te presento al Caddy –dice mi propietario, señalándolo.

–Dejá –dice el gendarme, que al parecer tiene ese vistoso sobrenombre–. Con Antay ya nos conocemos. Con ella y con su padre.

Por la cara que pone, sabe que la persona con la que crucé ayer la frontera no es mi padre. Igualmente, aprovecho la ambigüedad y pregunto:

–¿Dónde está?

–¿Quién? –pregunta–. ¿El Gaucho Kubrick o tu papá?

Pienso si de verdad podrá saber dónde está papá. Se me ocurre que no, así que le pregunto por la otra persona.

–El Gaucho –digo.

Él me mira. No sabe si vale la pena responderme a mí, que no valgo nada. Al final pensará que no tiene nada que perder, porque dice:

–Lo metieron en un tren rumbo a Rosario. Le van a hacer un juicio ejemplar, para que salga en todos los paneles, y después lo van a entrar de nuevo al Territorio para darle duro. Hoy es 27 de marzo, martes. El 9 de abril, lunes, lo tenemos de vuelta por acá. Va a ser divertido.

***

El Caddy me señala a Petra y a Wanda. Las dos siguen sin hablar.

–¿Las chicas ya se presentaron?

Yo no digo nada. Ellas tampoco.

–Te voy a contar lo que hicieron con otras personas. Es muy gracioso, muy gracioso. Petra decía que era norteamericana y Wanda que era inglesa. ¡Como yo, entendés!

Le da un puñetazo a la mesa como si estuviera contando un chiste buenísimo.

–¿Pero sabés dónde nacieron estas pulgosas? ¿Dónde nacieron de verdad? Petra nació en Santa Fe y Wanda... Wanda nació... ¡En Lanús, ja ja!

Sigue dando puñetazos y le da como un espasmo de risa. Yo me pongo más incómoda que hace un ratito. Pensé que no se podía, pero se puede.

–Lo que te quería decir te lo puedo decir en dos palabras, Antay. No te dejes engañar. En el Territorio todos te van a querer mentir, salvo los que sean fuertes y puedan conseguir lo que busquen sin mentirte. Solamente a esos creeles, y son pocos.

–O sea, solamente a gente como vos tengo que creerle –digo, y la voz me sale más irónica de lo que quería.

–Lo viste bien. Es así tal cual. Wanda, Petra, sáquenle el arnés y llévenla a cambiarse.

–Perdón, Caddy –dice Petra–. Es un riesgo de fuga si le sacamos el arnés.

Él se ríe.

–Vos sabés lo que les pasa a los que se escapan. Que haga la prueba, si se atreve. Me gustaría verlo. Dale, vayan, no les voy a decir de nuevo.

***

Wanda se apura a levantarme de la silla. Me toma de los brazos con bastante suavidad, casi con dulzura, y a mí el contacto con sus manos me da electricidad. Es la persona que más me traicionó en la vida. A lo mejor me va a pasar bastante de ahora en más, como a todo el mundo le pasa, pero la primera vez casi siempre duele más.

–Yo la llevo a los camarines –dice Wanda–, ustedes no se preocupen.

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