III. 16. La miel de Belgrano

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Yo ahí entro en una furia que es muy poco apropiada. Lo empujo a Don Pedro en el pecho con una rabia que no me conocía.

–Pympp me quería poner a trabajar como su esclava. Quería que yo bailara y que –empiezo–...

–Bueno –dice Pedro–, son sus negocios. Están mal, yo siempre le dije que son inmorales, pero no están contra la ley. No están contra la ley porque en el Territorio no hay ninguna. Entonces él decía, creo que tiene razón, que la moralidad va y viene, que solamente sirve la que uno usa para construir otras cosas.

–Con un poco de moralidad podrían construir mejor, yo estoy seguro –digo, temblando de rabia.

–Sí, no importa ahora –me corta Sierra–, lo que sí a lo mejor es un dato no es solamente que esté muerto Manuel Pincheira, que en paz descanse, aunque fuera un hombre horrible.

Don Pedro se sonríe casi a pesar suyo.

–En eso estamos de acuerdo –termina por decir.

–No es solamente eso –sigue Sierra–, es quién lo mató. Es alguien que está acá, en este predio. En las Salinas Grandes. Me imagino que los Pincheira van a querer saber de quién se trata. Salvo que ya lo sepan.

–No lo saben, eso seguro –dice Pedro.

–Bueno, yo con mucho gusto les podría informar. Pero para eso, mi amigo Pedro, usted se imaginará...

–¿Qué cosa?

–Tengo que verlos. Yo y mi compañero Antay. Tenemos que ver a los Pincheira a la mayor brevedad posible.

Y Pedro II se queda pensando en si eso de algún modo se podrá llevar a cabo.

***

Acostumbrado a su mundo anticuado, me sorprendo cuando Pedro saca un handy de su bolsillo, una especie de comunicador a distancia.

–Pensé que en las Salinas la tecnología estaba prohibida –digo.

–Claro, acá somos todos indios y tiranos y demás gente atrasada –se burla.

–No digo por eso, digo...

–Hola, ¿Luisito? Luisito, esuchame, te molesto un segundo. Necesito hablar con Don Jerónimo. Dale, haceme el favor. A ver, ponémelo, decile que es urgente. Hola, Don Jerónimo, sí, acá Don Pedro II, el Magnánimo. Sí, parece una broma pero usted sabe que no. Bueno, Don Jerónimo, no sé si le llegaron las noticias. Ya sé que no le llegaron, si acá llegan siempre tarde, pero a lo mejor estuvo con la Flor y le contó... Le contó... Espere un segundo.

Nos miró a Sierra y a mí.

–Está con la Flor ahora, en este segundo. Están frente al árbol de donde cuelga el Gaucho y creo que ya le están haciendo oler la miel de Belgrano.

–Si le decimos que la Flor Rozas mató a Pympp no nos va a creer –le digo a Sierra–. Va a pensar que es el truco de un oportunista. Y lo peor es que de verdad la Flor no mató a Pympp.

–Todo el mundo cree que sí lo mató, con eso alcanza –dice Sierra–. A ver, Don Pedro. Si nos pasa el handy se lo agradecemos.

Pedro lo acercó, lo puso en altavoz.

–Hay algo que a lo mejor le interesa escuchar, Don Jerónimo –dice Sierra–. No es algo que le vaya a decir yo. Es algo que está en los paneles de todo la Federación. En el Territorio todavía no, pero ya va a llegar. Le va a interesar, estoy seguro. Pero aléjese un poco de la Flor para mirar mejor. Sí. Yo le voy a dar acceso a los paneles del Sector Británico para que vea que no es un invento mío. Usted lo revisa a gusto. Empiezo.

Y conectó un cable muy delgado con el handy. Ya estaba empezando a transmitir.

***

–¿Podemos saber dónde está el Colgado? –pregunta Sierra.

–Puede preguntar, pero no vamos a decirle –dijo Pedro II.

El hombre ya recuperaba su serenidad, notando que no le convenía, seguramente, tener un desacuerdo grave con Calfucurá. O quizá, pienso, le parece una catástrofe para la Federación que el Gauchito se despierte y justo vea a la Flor, que anuncia un futuro de agresiones y revueltas militares, no uno de paz y armonía.

–Ustedes se pensaron que podían hacer conmigo lo que quisieran –sigue Pedro, ahora con más sangre fría, y siento que la indignación le hincha las venas de la frente–. Se pensaron que yo soy un necio que los iba a seguir a cualquier parte. Que iba a traicionar a mis aliados.

–Pero no, Don Pedro –digo–. Es que la Flor, Rozas, como le quiera decir, no es un buen plan para nadie. Está un poco, eh, mal de la cabeza.

–No es mi rol decidir quién tiene razón. Yo soy un soberano, mi rol no es decidir sino representar, entiende. Y tengo que tener siempre mucho cuidado de mi dignidad.

Yo no entiendo cómo puede seguir siendo un soberano, en un Territorio donde no hay leyes, y me imagino que fantaseará con ser una especie de rey informal.

–Y ahora, volviendo al paradero del Colgado... –empieza Sierra.

–Alcanza con ver por qué lado la Difunta no puede ir –digo–. Qué dirección la enferma más. Es como un imán al revés.

–Eso puede ser lento y doloroso para ella. Además, no podemos hacerle superar la barrera que levantó Calfucurá. Ni ella puede atravesarla, ya lo vimos todos. Y disculpe si le pregunto, Don Pedro, pero ¿su barrera era la famosa barra para torcer la gravedad que patentó...?

–No voy a responderle, me oye. Atribuyéndome que uso inventos patentados, qué vergüenza.

–Bien, volvamos a la pregunta por el lugar donde se encuentra...

Pero no tiene tiempo de formular la pregunta. Pronto empieza un tiroteo muy espeso más adelante, hacia el centro y hacia el norte.

Ahí, me doy cuenta enseguida, tienen que estar los hermanos Pincheira confrontando a la Flor. Confrontándola a los tiros.

Y el Gauchito no puede estar muy lejos.

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