II. 7. La ducha

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–Hay un solo colchón, pero es grande –dice Wanda, y ella no está insinuando nada–. Dormimos todos ahí, generalmente. Pero si no te bañás te podemos juntar un par de frazadas y dormís en el piso.

–Te cuento que transpiraste mucho, Antay, tenés el pelo hecho una porquería, la ropa llena de grasa, la cara con manchones de barro. Agradecé que no tenés sangre.

–Que no te vemos la sangre, al menos –se burla Wanda–, corazón.

–Me parece mejor que te bañes –dice Max con timidez–. Yo miro para otro lado, te prometo.

Y de verdad se va a la ventana. Yo estoy segura de que puedo confiar en él, como podía confiar en Sierra. Sin un motivo que pudiera explicar, pero también sin dudas. Ahí me saco la campera, el buzo, la remera. Petra se me acerca e inspecciona con curiosidad las vendas que me aprietan el pecho.

–¿No usás corpiño? –pregunta.

–No.

–¿Y te apretás tan fuerte para que no se te vea el busto?

Me vuelvo a poner colorada. Siempre me molestó que los pechos se me marcaran, aunque por suerte nunca fueron vistosos. Apretándolos fuerte los tengo muy a raya y creo que mucha gente, viéndome vestida, tranquilamente podría pensar que no tengo nada de nada.

–Yo quisiera ser lisa, sin sinuosidades, igual a todos los demás.

–Casi todas las mujeres adultas tenemos pechos marcados. Algunas más, otras menos, pero a casi todas se les marcan.

–Y a unos cuantos gorditos también –dice Wanda.

Petra le guiña el ojo.

–Bueno, yo debo ser distinta.

Para mostrar que pese a todo soy una persona decidida, me saco las vendas, me saco el pantalón y el resto de la ropa y entro a la ducha.

***

Me baño muy rápido pero con mucho placer. A medida que el agua tibia me recorre el cuerpo se me aflojan, con los músculos, varias emociones e inseguridades, y en un momento no sé si es la ducha o es que estoy llorando, ahí, sola, entre gente que no conozco, en una parte del Territorio que parece tan picante como las tierras profundas. A la vez siento otra cosa, un cosquilleo en los muslos y cerca del ombligo, y no me doy cuenta bien de qué será. Es algo que sentí también con Rozas, una incomodidad bastante placentera.

Y después, cuando salgo toda mojada, me siento las mejillas rosadas, o quizá bien coloradas, pero ahora no es que me haya puesto colorada, por mucho que esté sin ropa.

Petra me tira una toalla y yo me seco. Después me anudo la toalla bajo las axilas como si fuera una túnica. Wanda me pregunta si tengo ropa para cambiarme y yo digo que no. Señala el maletín.

–¿Entonces ahí qué traés? –pregunta Petra.

Yo me acerco al maletín y lo levanto.

–No importa. Ni yo sé bien qué es pero por ahora es mejor no mirar.

–Eso lo vamos a decidir nosotras. Dame el maletín.

Yo sacudo la cabeza. No se lo voy a dar, se podría ir dando cuenta. Pero ella hace un chasquido con la lengua y los labios. Es un sonido apenas imperceptible, pero alcanza. Max y Wanda se me ponen al costado, uno de cada lado. Me toman de los brazos con firmeza. Se nota que es un gesto bien ensayado, que habrán hecho cien veces. Podría resistirme y patalear, pero terminarían ganando lo mismo. Petra se acerca y me arranca el maletín de la mano. Intenta abrirlo pero pronto frena.

–Tiene una combinación compleja que está conectado con algún circuito explosivo. Conozco estos modelos. ¿Vos sabés la combinación, así lo abrimos sin riesgo? –me pregunta.

Enseguida se da cuenta de que, aunque la conociera, le diría que no. Entonces mira a Max. Le entrega el maletín.

–Llevalo al laboratorio.

Max traga saliva.

–A esta hora es peligroso.

Ella lo mira oblicuo. Ladea la cabeza. Max termina por subir y bajar la cabeza, diciendo que sí, y sale de la habitación.

Sale por la ventana, me olvidaba de decir. Ni siquiera cuando va a hacer un mandado usa la puerta.

Si tenía alguna duda sobre quién era el líder, ahora está despejada. Es Petra y no me parece que vaya a ser una muy querida, porque tiene modales horribles.

–Te presto ropa, vení –dice Wanda, y me lleva a un arcón grande donde hay montañas de ropa. Elijo un conjunto negro y holgado, parecido al que tiene ella.

Cuando siento la ropa sobre la piel me llega el bienestar y, casi al mismo tiempo, un cansancio que no recuerdo haber sentido nunca antes. Me acuesto en un borde de la cama. Cierro los ojos. Los abro. Está entrando Max, ahora por la puerta, un poco transpirado, con cara de ofendido o de molestia, pero sin un rasguño. Entrecierro los ojos, le sonrío.

–Bueno –dice Petra–, no sé qué les parece a ustedes.

Pone una mueca traviesa y yo pienso que me la dedica a mí, pero no por lascivia sino para ponerme nerviosa.

–No sé qué les parece a ustedes, pero yo pienso que es hora de ir a la cama.

Como si se olvidara de que yo estoy ahí desde hace un rato. Inquieta, esperando.

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