III. 17. La única masacre real

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Todos empezamos a correr a través de las salinas rumbo al ruido. Hasta Don Pedro corre. El Cacique es el único que tiene otro medio de locomoción. Se sube a un caballo. Ya no le importa frenarnos. Sabe que está sucediendo algo más urgente que nuestra visita.

Corremos cuatrocientos metros entre los paredones de sal. Yo nunca vi la nieve pero me imagino que tendrá un aspecto semejante. Una nieve seca, que echa calor.

Así llegamos a un bosque de caldén en medio de la sal. Parece imposible. Es ralo y no entiendo cómo pudo crecer justo ahí, pero ahí está. Parece que es el centro del lugar. Yo no lo podría explicar, pero parece el corazón de las Salinas. Llegar ahí me da una sensación como de entrar a un lugar que tiene luz por debajo de las uñas, mucha luz, concentrada y a la vez escondida y no de modo agradable, más bien escondida como una suciedad secreta y llena de efectos. Yo siento esa luz acá con más fuerza que en ningún otro lado.

En ese bosque, me parece, es donde más cerca vamos a llegar del misterio. No digo del misterio del Gauchito, digo de un misterio mucho más incómodo. Ahí empiezo a entender cómo personajes tan racionales como Sierra, una vez llegados a lo hondo del Territorio, empiezan a creer en objetos mágicos y en seres sobrenaturales.

Si el Gauchito tiene los poderes que le asignan, al menos.

Pero todo lo que es demasiado intenso termina mal, al menos si involucra a simples humanos. A lo lejos vemos la polvareda blanca que levantan unos caballos. Me imagino que será el grupo de los Pincheira escapándose.

Y en el suelo encontramos el cuerpo inerte de... Tiene que ser la Flor, yo estoy seguro. Pero cuando me acerco no es la Flor.

–Es Don Jerónimo Pincheira –dice Don Pedro haciéndose la señal de la cruz–. El criminal Rozas se les anticipó a los hermanos. Mire, no hay nada que hacer.

Se agacha para verificar pero enseguida sacude la cabeza.

–No te preocupes –dice Calfucurá–. Ya lo van a agarrar. Y ahora que hizo esto va a ser mucho peor.

–No es tan sencillo –dice Sierra–. La Flor es más fuerte que cualquiera de ellos.

–Pero no que todos ellos juntos –dice Calfucurá.

–Dame tu caballo –pide Don Pedro–. Tengo que ir a ver que no se lleve a cabo una masacre. Yo voy y lo pongo a Rozas en su lugar. Él a mí me va a respetar.

Sierra hace un ruido desde mi hombro. Luego salta al suelo y toma su propio lugar en la ronda.

–Lo que vos decís está muy bien, es muy humanitario –le dice a Don Pedro–. Pero la única masacre real va a suceder si la Flor activa al Gauchito y se lo lleva. Y era lo que estaba por pasar hasta que nosotros llegamos.

–Tenía la miel de Belgrano –dice Don Pedro evasivamente–. No podemos hacer nada, son las reglas. En un Territorio sin ley...

–... las reglas son lo único que tenemos. Sí, ya sabemos, lo escuchamos mil veces –se burla Kubrick.

–El pasado no importa –dice Sierra–. Lo que importa es lo que vamos a hacer ahora.

Mientras ellos siguen discutiendo yo me acerco al caldén de donde cuelga una figura fácil de reconocer. Es la figura que más fascina a los chicos de mi escuela. Y es la que mejor conocemos justamente porque en la escuela se cuidan de nunca mencionarla. Es un tema prohibido, una figura prohibida.

El Gauchito Gil. Yo no puedo estar seguro todavía, pero me da la impresión de que se está desperezando.

***

–Gauchito, humildemente te pido que me concedas una gracia –empiezo yo.

Alguien, una compañera mucho más devota que yo, pienso que Tam, siempre recitaba esta plegaria. Pero no recuerdo cómo continuaba.

Al escucharme, el Gauchito se retuerce. No parece contento. Me imagino que volver a un mundo como este después de haber pasado tiempo en cualquier otro debe ser un shock. Debe ser tan terrible como nacer.

–Dejame dormir. Necesito descansar.

Tiene un pie estirado y encastrado en una junta de las ramas. No parece que una rama tan finita pueda soportar todo su peso, pero puede. El peso no debe ser mucho, además. No creo que pese más de cincuenta kilos.

Dicen que el Gauchito no come hace más de cien años. Que se alimenta de otros modos, pero que se alimenta. No es un objeto "a pequeña", que levanta su energía de la luz, de las ondas eléctricas y de muchos otros elementos que dan vueltas por el mundo natural. Él no, es un caso distinto.

–Gauchito, humildemente te pido...

Él no responde. Se queda quieto. En el grupo de Sierra veo que el Cacique se baja del caballo. Pero no lo monta Don Pedro. Casi me parece que el caballo viene solo hacia donde estoy yo. Después miro mejor y tiene como un forúnculo en la cabeza. Cuando se acerca y alcanzo a ver mejor veo que no es ningún forúnculo. Es ¿adivinen qué?, un sapo de tamaño regular.

No sé cómo, pero pareciera que Sierra maneja al caballo. Pronto queda al lado mío, lo que es como decir a una distancia respetuosa del Colgado. Sierra hace un ruido con la garganta. Tose. Le quiere llamar la atención de manera sutil.

–Hola, Antonio –le dice al Gauchito–. Vos no creo que te acuerdes de mí.

Nada. Si el Gauchito se mueve es porque el viento lo agita, nada más. No da ninguna señal.

–Antonio, ¿te puedo decir Antonio? –insiste Sierra.

–Podés decir lo que quieras pero no creo que tengas suerte –le digo.

–¿A vos no te dijo algo?

–Solamente que no lo molestara, que lo dejase dormir.

Sierra me mira con fijeza.

–Si ya puede decir eso, interactuar, aunque sea a un nivel muy bajo, ya tenemos buenas posibilidades.

Y de alguna manera debe tener razón, porque el Gauchito empieza a moverse hacia delante y hacia atrás. Tiene una mueca dolorida que no le había visto antes. Se muerde los labios hasta hacérselos sangrar. Yo me acerco para frenarlo, me da miedo que se lastime, pero antes de tocarlo una fuerza que no está en el mundo exterior, que está adentro mío, me hace frenar. No lo puedo tocar, me doy cuenta.

Me da la impresión de que el mundo explotaría, si lo toco.

–Inteligencia Artificial –gime el Gauchito–. Se metió una Inteligencia Artificial en las Salinas.

Y se sacude como un pajarito que intenta escaparse de un hombre. Así de desesperado y vulnerable parece.

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