13. El que robó la cripta

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–¿Dónde está? –pregunta Ricky.

–¿Dónde está quién?

–Dale, amigo. ¿Donde está escondido el sapo?

Yo no digo nada. A lo mejor no puedo confiar en Ricky. Pero Sierra debe querer reírse, porque dice desde la mochila:

–No te pongas nervioso, campeón.

Ricky quiere abrir la mochila para sacarlo. Yo doy un paso al costado por miedo a que me toque. Él se sigue acercando y parece amenazante, como un trompo sin eje, no como una cosa peligrosa de verdad. Pienso que si me toca me puedo morir.

–Yo no me pongo nervioso, Sierra –va diciendo Ricky–. Me pongo en riesgo, que es muy distinto. Dale, salí.

Pienso que voy llorar. Ricky está a punto de tocarme y no lo quiero enfrentar. Porque voy a perder, y no quiero. Ya levantó el brazo y lo avanza hacia la mochila.

–Sacá esas manos de ahí –dice Sierra secamente, sin mostrarse–. ¿No ves que al chico le molesta, estúpido?

Ricky traga saliva y se queda paralizado. Parece que el brazo se le frena en el aire, se le vuelve de hielo. Se queda mudo por un segundo, pero enseguida sigue hablando. No tiene autoridad, se nota que Sierra lo domina, pero hablar debe darle algún tipo de alivio.

En la mano izquierda tiene las llaves del Fordcito. Yo lo veo estacionado a pocos pasos. Ricky reconoce el auto porque camina sin titubear.

–Yo llevo a la persona a la casa que me dicen y me arriesgo a que me metan preso, por la persona y ahora también por la cantidad de papeles falsos que mostré. Para colmo tuve que pasar por lo de Antay, revolví cajones hasta encontrar unos míseros soberanos. Sin esos soberanos, no pagaba la multa ni nos daban el auto. Me tuve que tomar la molestia de entrar a esa casa porque no me habilitan ni para gastos de todos los días. Y ahora todavía me vienen a gritonear.

Ya llegamos al Fordcito. Ricky abre las puertas y se sienta en el asiento del conductor. Yo voy como acompañante. Cuando cierro la portezuela, Sierra sale de la mochila y se me trepa al hombro. Debe ser su posición preferida. Se disimula contra mi cuello e imagino que, aunque alguien nos viera pasar, salvo si mira con demasiada atención, no notaría que está ahí.

–Vos seguro sabés por qué no te damos fondos para gastos corrientes –dice, burlón.

Yo me contagio del tono, me parece, porque no me puedo contener de decir:

–Porque te lo gastás en sustancias, Ricky.

Ricky y Sierra me miran muy serios. No parecen ofendidos, pero la frase muestra cosas sobre mí que no me dejan bien parado. Siento que la cara me empieza a arder y estoy seguro de que ellos pueden verla muy colorada.

–No creas todo lo que dicen por la calle –dice Sierra–. La Tóxica está llena de chismes y solamente una fracción son verdad. Bien. ¿Cuándo llegó nuestro invitado?

–Hace unas horas –dice Ricky–. Entre dos y tres.

–¿Quién es ese invitado? –pregunto.

–Callate un ratito, haceme el favor. ¿Alguien más sabe que llegó?

–No, solamente nosotros. Salvo que... En realidad tengo miedo de que se haya enterado también esa señora, la intrusa. Es una noviecita del invitado. Si la intrusa se enteró es porque el invitado le contó.

–No creo. Es impulsivo pero no me imagino que vaya a ser tan idiota. Él sabe bien que lo buscan los gendarmes de toda la Federación, no solamente los del Sector Británico, no se va a arriesgar a ver a una amiga que ni se sabe qué otras alianzas tiene.

–A lo mejor piensa que se queda acá unas horas, después llega al Territorio y ahí ya no lo persigue nadie. Que está a salvo.

–Qué bárbaro, lo que puede pensar este hombre.

–¿Qué hombre?

–El Gaucho.

–¿El Gauchito Gil?

Los dos se ríen.

–No, Gil es otra categoría. Ese nunca vendría a la Tóxica. Nosotros estamos hablando del Gaucho Kubrick, el que viene escapado de Rosario. ¿Viste los paneles?

–No los vi.

–El Gauchó se robó algo de la Cripta de Belgrano, la que está en el Monumento a la Bandera. Había seguridad norteamericana por todos lados, viste que eso es en Santa Fe, pero no se habrán tomado en serio la amenaza. Se habrán pensado que ni para el crimen somos buenos los coloniales. Porque el Gaucho Kubrick entró, robó, dejó su firma y salió como si nada. Dejó su firma, entendés. Por eso decimos que es impulsivo o ya directamente es idiota.

–Y vino a la Tóxica –sigue Ricky–. Salió del Sector Norteamericano y, de camino al Territorio, hace una escala técnica acá. Él nos da algo, nosotros le damos algo.

Yo me pregunto qué les va a dar Kubrick. Me imagino que es algo que se habrá llevado de la cripta, y que ellos a cambio van a facilitarle la entrada al Territorio desde nuestro Sector.

Salvo que yo tenga que ver con lo que le van a dar a Kubrick.

–El Gaucho llegó hace un par de horas, les dije. Nos está esperando y seguro está impaciente. Quiere entrar en el Territorio hoy a la noche. Eso no debería ser problema, salvo si vino la intrusa.

–¿Qué intrusa? –pregunto.

–Trabaja en la escuela, vos la debés conocer. Pero ya estamos llegando, ahí está la madriguera.

La señala. Es una casa bastante céntrica, con un jardincito al frente. No recuerdo haberle prestado atención antes, aunque haya pasado por ahí como mil veces. Ricky estaciona media cuadra atrás. Antes de bajar, mira en todas las direcciones.

–No hay moros en la costa. Apuremos.

Vamos él y yo, uno al lado del otro, hacia la casa. Sierra sigue en mi hombro. Pero no alcanzamos a cruzar la verja que alguien nos grita. Escuchamos las pisadas de alguien corriendo. Yo miro y es una mujer con la cara tapada por una máscara sanitaria, la misma que usan los cirujanos en el quirófano.

–Sos bueno para vigilar –dice Sierra–. No hay moros en la costa, qué bien.

–Podés creer que vino la intrusa.

–Todo a su tiempo –dice Sierra–. Hola, señora, le dice.

La mujer se saca la máscara sanitaria. Reconozco a Ms. Roca, la psicopedagoga de mi colegio. No voy a decir que me asombro. Es todo lo contrario. Siento que la estuve esperando todo el tiempo. Que de un modo u otro no era la persona inocente que parecía. Que al revés, era una mujer altamente sospechosa.

Que por eso no me había delatado a las autoridades, aunque yo tenga alucinaciones materiales. No para protegerme sino para conseguir alguna cosa.

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