III. 14. La barrera del emperador

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Todo el mundo quiere ser alguien, al menos tener esa posibilidad. Lo hermoso de un lugar tan horrible como el Territorio, pienso mientras corremos por el borde externo de las Salinas en busca del Gauchito, es que acá todo el mundo puede creerlo. Puede imaginar la posibilidad de ser alguien. De lograr algo que en el mundo ordinario no podría.

Lo más probable es que te maten en los primeros días, pero al menos podés fantasear una libertad bestial para conseguir de todo que a su modo es muy verdadera.

–¿Dónde está la guarida del Gauchito? –pregunta Petra.

La miro con un poco de rabia. Ahora es parte del grupo, pero yo recuerdo que hace unas horas me ató como a un esclavo.

–Por este lado –dice la Difunta, a quien veo muy desmejorada–. Le siento la presencia y me roba la energía. A mí, que le doy vitalidad a los demás, él me la saca.

–¿Cómo puede pasar eso?

–No sé bien –dice ella–, pero pasa.

–¿Vos y él están... enfrentados?

–No, al revés, siempre fuimos bastante unidos. Nos hizo mal tanta unión, podemos decir, pero siempre desde buscar cosas parecidas.

–Es como un maleficio del amor –dice Sierra–. Como esa droga que te encanta, te da alas, pero un tiempo después te destruye.

Me pregunto si será un chiste.

–Yo al Gauchito lo quiero mucho, eso ustedes lo saben –dice la Difunta–, pero no tiene nada que ver con un amor lo que él y yo tenemos. No te confundas, Sierra.

–No te lo tomes a mal –sonríe Sierra.

–Pero no nos distraigamos –sigue la Difunta–. Ya estamos en tierra consagrada. Es raro que hayamos podido entrar, porque siempre hay alguien custodiando la entrada, pero entramos.

–¿El que custodia es Calfucurá, el Cacique?

–Sí, él, pero a veces también, cuando pasa el tiempo y el problema ya toma dimensiones latinoamericanas puede aparecer otra persona. Uno muy poderoso.

Ahí lo vimos, sentado sobre la rama de un árbol lejano. Tenía la barba blanca y mucha serenidad en el gesto.

–Don Pedro II el Magnánimo –dice Sierra–. Pensé que nunca iba a llegar a verlo.

Empezamos a caminar hacia él.

***

De pronto caminábamos muy lento. La presencia de Don Pedro nos daba paz, dicho de modo positivo. De modo negativo, nos llevaba al letargo.

–No entiendo qué son todas estas figuras del pasado como este emperador –le pregunto a Sierra, que sigue en mi hombro–. Robots no son.

–No son robots –me dice él–. Algunos pueden ser, pero no este. Pero tampoco son figuras del pasado, porque están presentes ahora.

–¿Son objetos "a pequeña", como la Difunta?

–Algunos sí.

–Otros son nubes espesas.

–Exacto.

–Nunca entendí bien que son las nubes espesas.

Sierra movió la cabeza hacia uno y otro lado.

–Son proyecciones de otra cosa –dijo–, generalmente de otra persona o de un aparato que está en las cercanías. No tienen autonomía, esa es la diferencia con los "a pequeña".

–Pedro II sería un objeto "a pequeña", entonces.

–No sabemos. Hay que controlar muchas cosas para estar seguros.

–No entiendo la relación que pueda tener con el Pedro II original.

–No sé si hay relación, porque en el fondo el Pedro II original. No es una copia. ¿Viste que alguna gente, los que tienen nostalgia por un pasado monárquico que nunca tuvimos, dicen que Pedro es el único gobernante realmente magnífico que existió en América? Y hasta sus peores enemigos saben que es un hombre muy grande.

–No veo cómo una persona muerta, lo digo con respeto, puede estar en este mundo de todos los días haciendo cosas a la vista de la gente.

–A lo mejor cuando veas el laboratorio de Xi y Bérkov vas a entender mehor. Ellos están mucho más avanzados en esto.

Ya estábamos cerca del árbol. Don Pedro había saltado a tierra desde la rama y parecía una persona más bien baja. Mediría un metro cincuenta, o sea menos de cinco pies. Pese a su pequeñez, daba la impresión de ser altísimo.

Ese tipo de gente siempre da esa impresión.

–Salud, intrusos –dice Pedro–. Como no tienen la miel de Belgrano, les recomiendo que se vuelvan por donde vinieron. No quiero lastimar a ninguno.

–Es un líder militar de alto calibre –dice Sierra–. Es el único que le puede hacer frente, en pura fuerza física, a la Flor, sin trucos ni astucias como los que pueda usar Kubrick. En términos de fuerza, nadie es más fuerte.

***

–Esa miel la conseguí yo, Pedro –dice Kubrick–. Con el sudor de mi frente.

–La robaste –se burla Pedro– y después también a vos te la robaron. Es así, es la ley de la vida. Si no la tenés da lo mismo que la hayas conseguido en algún momento.

Kubrick nos hace señas a nosotros, todos los que somos nosotros, para seguir caminando. Don Pedro no se mueve. No le hace falta. Cuando superamos un límite invisible, pero muy real para él, porque ya lo tiene calculado, nos encontramos cinco pasos atrás. Cuando volvemos a dar los cinco pasos nos encontramos seis o siete pasos atrás. Pedro se ríe.

–No quieran enfrentar a enemigos contra los que no tienen posibilidades. ¿De qué les serviría? Y si no son enemigos, como yo no soy, porque no tengo tiempo para enemigos chiquitos como ustedes, mucho menos se enfrenten. Tienen todo para perder y nada para ganar.

–Tenemos que ver al Colgado –dice la Difunta–. Al Gaucho Grande. Por favor.

–Deolinda, vos sabés todo lo que yo te aprecio. En todo lo que era este país, que era Argentina, no había una persona que yo apreciara como a vos. Eso vos lo sabés. Pero no puedo hacer nada. Donde no hay leyes, como acá, las reglas son mucho más fuertes. Son inquebrantables hasta para un emperador.

Al escucharlo hablar con esa calma o convicción, hasta a mí, que soy bastante optimista por naturaleza, me parece que nos topamos con una pared que no vamos a superar.

Eso pienso yo, hasta que la Difunta se le acerca a Don Pedro. Se le acerca, está cada vez más cerca, no le importa que se lo fuera a chocar y a él, por lo visto, tampoco. Hasta que de pronto, en el momento del impacto, Pedro se queda quieto, a la expectativa. Y no sucede nada.

Salvo que la Difunta ya no está por ningún lado.

–Maldita –dice Pedro, perdiendo por fin la compostura.

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