11. El escape

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De pronto aparece el sapo por la puerta principal. Aunque es un simple batracio, de tamaño moderado, apenas más grande que un sapo común, yo pienso que camina como un señor. Tranquilo, reposado, con seguridad. Deja un rastro de humedad. Levanta una pata delantera en lo que parece un saludo y se queda quieto. Luego dice hola.

–Este sapo que no abre la boca para hablar debe ser una alucinación –mamá sospecha.

Yo pienso que no, porque no se hace entender por telepatía ni ninguna de esas formas sofisticadas. La voz le sale del lomo, me parece. Es un ventrílocuo o, si se trata de un cuerpo electrónico, tiene un parlante escondido. No me imagino que una alucinación hable así. Si fuera una alucinación real, la voz saldría de cualquier otro lado.

Pero, sobre todo, no conozco alucinaciones materiales con ese nivel de corporalidad. Son a lo sumo ilusiones olfativas o auditivas. Mamá debería saberlo. Ninguna ilusión deja un rastro de humedad.

–Ojalá fuera una alucinación, señora. Tendría menos problemas de conciencia. Me llamo Sierra, usted a lo mejor me escuchó nombrar.

Mamá quiere gritar. Quiere refugiarse en el calabozo, pensando que ahí estaría más segura. Grita:

–Estos son subversivos, Antay, no puede ser que seas tan ingenua. El sapo está con los TROY.

–Pero entonces ¿qué hace en la Central, rodeado de policías? –le pregunto.

–Qué sé yo, debe ser una trampa. Nos están vigilando, el sapo debe ser uno de sus agentes para ver si pisamos el palito.

Sierra sacude la cabeza. Me imagino cómo hablaría su cara si tuviera pequeños músculos como los nuestros. Pero no tiene, entonces solo habla con palabras y sin ninguna expresión.

–Dicen que la policía maneja a los TROY –opina Sierra–. ¿A usted le parece que sí, señora?

–Sí –dice mamá, muy nerviosa–. A ustedes los maneja el Estado para aplastar a la gente común. Así después meten a la policía en nuestra casa cuando protestamos por derechos de lo más comunes.

–Qué interesante –dice Sierra, divertido–. Eso me suena a mito, cosas que dice el gobierno para aterrorizar a la población civil, así nadie se fija qué está pasando en el Territorio. Quién se lleva la ganancia real, quién dirige la Federación. No importa, no podemos charlarlo ahora. No tenemos tiempo. Como Antay le dijo, y disculpe si escuché la conversación, su ex, el señor Wayne Rodríguez, el padre de Antay y de Jairo, envió sus coordenadas y un itinerario con bastante exactitud. Con pocas averiguaciones podemos saber en qué lugar exacto se refugia, si todavía está con vida. Pero esas pocas averiguaciones las tenemos que hacer en el Territorio. Yo me ofrezco a conseguir un acompañante para Antay.

–Es una locura. ¿Con un sapo que se llama Sierra va a cruzar Antay? La van a meter presa y además es una nena.

–No soy una nena. Soy un... –empiezo, pero me cortan.

–No va a cruzar conmigo. Va a cruzar con otra persona. Yo tengo otros asuntos que resolver en la Tóxica. Pero puedo hacer cruzar a Antay y protegerla hasta cierto punto. La pregunta que usted debería hacer no es esa.

Mamá lo mira. Le habrá dado intriga la pregunta, porque ya se olvidó de su desconfianza. Yo me pregunto si Sierra de verdad será un TROY, pero me parece imposible.

–La pregunta es... –empieza mamá.

–Es qué va a querer Sierra a cambio de este favor –la interrumpo.

Al escucharme se da cuenta de que hay una negociación real, con actores, como Sierra, que tienen algún tipo de poder. No es un juego. Tampoco son filántropos que hagan obras de caridad por la bondad de sus corazones. Ahí se planta de nuevo y creo que empiezo a perder un poco la paciencia. Porque me parece que ya no le creo.

–Antay no va a ningún lado. No puede cruzar la frontera, es una menor y no sabe hacer nada.

–Un menor –digo.

–La frontera es un colador para el que conoce dónde están los agujeritos. Ya cruzamos a chicas más jóvenes que ella.

–No me digas para qué las cruzaste.

–Me ofende la insinuación –dice el sapo.

–Sapo maldito, te voy a matar –dice mamá, y yo no sé si lo dice en serio pero se levanta y parece que lo quiere pisotear, con una energía que no tenía hasta el segundo anterior.

Antes de que lo pueda pisar, el sapo da un salto hacia atrás con elegancia. Mamá se sobresalta por la reacción rápida de Sierra. El pie de apoyo se le patina y termina por caer al suelo de espaldas. No es un golpe feo pero cuando me acerco a ella parece que está teniendo un ataque de hipo, cuando en realidad son sollozos. Se sacude. Yo me pongo en cuclillas y le acaricio la cabeza. Creo que eso le molesta porque aleja la cabeza como si mi mano tuviera electricidad. A lo mejor hace bien, me doy cuenta, porque acariciarla de ese modo es una muestra de superioridad de mi parte, algo muy feo.

–No te sientas mal. Las dos hicimos lo que pudimos –digo.

Cuando hablo rápido se me confunden los géneros. Seguro no tiene importancia. Segura.

–No, estás confundida –dice mamá–. No es solamente que el mundo es así, cruel e injusto con los que tenemos poquitas cosas. Es que ahora me estoy volviendo cómplice de que pasen cosas malas. Vos vas a ir al Territorio y no vas a volver. Estoy segura. Y a la vez alguien tiene que ir a buscar a tu papá. A Jairo nadie más le va a traer su corazón y ahora tu papá no puede moverse, entonces alguien tiene que ir a buscarlo. Y no tenemos a nadie. No hay nada que hacer. Yo soy cómplice. Es mi culpa.

El sapo me rescata, me lleva aparte.

–No hay que escucharla porque nos va a sacar el impulso. Nos va a chupar la energía, no lo podemos permitir. Tiene un poco de razón, desde su punto de vista, pero da igual. Siempre los hijos nos peleamos con los padres y los dejamos atrás, ¿o no pasa eso?

–No sé si pasa a mi edad.

–Pasa a tu edad y antes también. En algún momento hay que animarse a ser libre y nunca es el momento justo.

Así dice. Yo me quedo pensando en qué va a pasar con mamá.

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