II. 4. Zona de mezcla

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–Todo el mundo se piensa que soy chino, ya me está empezando a molestar –se queja Max–. Me ven eso que llaman pliegue epicántico, la brida mongólica en los ojos, y ya dicen chau, es chino seguro, un hijo del gran dragón de Oriente.

–¿Entonces no sos chino? –le pregunto.

–Yo soy británica –me corta la chica.

–¿Sos inglesa vos? –me sorprendo.

–No soy una rubiecita de ojos claros, eso lo ves, es que hay mucha mezcla racial en el Reino Unido.

–Ya sé, no es por eso, es que...

Es que no estoy acostumbrado a ver gente de varios países, pero no puedo decirlo sin quedar como un provinciano.

–Por eso los britanos tienen un imperio tan poderoso, con tentáculos hasta en América del Sur –dice Max con un poco de maldad–. Por la mezcla que permiten, por darle a las élites de todas las etnias un poco de poder y volverlas aliadas de la élite principal, que las domina.

Ahí aparece la otra chica que tiraba desde la ventana. Viene desde una habitación contigua, se me planta enfrente y me saluda. Es alta y casi albina y yo pienso que debe ser sueca o noruega. Pero no.

–Yo soy ciudadana de los Estados Unidos de Norteamérica –dice–, y antes de que preguntes te voy a contar que vengo de una familia que no creía en las reglas, ni en las comodidades, ni en la desigualdad. Por eso emigré.

–Seguro había modos más sencillos –se burla la otra chica.

–Más o menos. Como soy norteamericana, me hace falta ser muy moderna. No puedo buscar utopías en el pasado. Yo en otro siglo hubiera sido hippy o anarquista, pero eso quedó obsoleto.

–Pensé que en el Territorio había un montón de anarquía –digo.

Los tres se ríen al unísono. Debe ser que para ellos estoy simplificando la ausencia de leyes de una manera irreparable. Interpretando la situación de un modo inadecuado. Entendiendo el Territorio con la perspectiva del mundo exterior, algo tan inapropiado como entender a un adolescente desde la perspectiva adulta.

A lo mejor por esa adopción del Territorio como su patria los tres insisten tanto con sus nacionalidades. Porque aunque nunca les hayan dado importancia, estando acá les resurge ese átomo intocable que tienen por haber nacido y crecido en un lugar y no en otro, escuchando una lengua y no otra, conociendo unas historias y no otras. Es algo que me contagian, esa curiosidad desmedida por los orígenes. Así que para no ser menos, y antes de que me pregunten, digo:

–Yo soy británica por adopción, nacida en la Federación.

***

Me da vergüenza decir que soy argentina. Por un lado, porque es un anacronismo. Mis papás nacieron en Argentina. Cuando yo nací, Argentina no existía, y nadie quiere nacer en un país que no existe. Pero además parece muy poquita cosa, entre dos nacionales de potencias que cruzaron océanos para venir a invadir un país lejano, decir que una es argentina. Me siento como el hincha de un club que siempre pierde.

Pienso también que si dijera que mi abuela nació a orillas del río Paraguay, hablaba guaraní mejor que castellano y no sabía una palabra de inglés o chino, me mirarían con más respeto pero a la vez me harían un test antropológico, como si yo fuera un bicho de museo, una rareza etnográfica. Que en la Federación hayan existido ese tipo de raíces indígenas, ahora que tuvieron que replegarse en países vecinos, parece ciencia ficción.

–Así que británica por adopción –dice Max–. ¿Y podés viajar al Reino Unido si querés, chica británica?

–Chico británico –me pongo colorado–. No puedo, tengo pasaporte colonial, pero puedo ir a las Malvinas.

Los tres sacuden la cabeza. Ya conocieron montones de británicos de segunda y tercera categoría, como yo y los demás súbditos del Sector Británico.

–¿Y te llamás? –pregunta Max.

–Antay.

–Yo soy Wanda –dice la chica que abrió la puerta, la inglesa.

–Y yo Petra –dice la norteamericana.

Abajo escucho un ruido particular. Es inconfundible. La puerta se salió de los goznes y cayó. Los gendarmes entran gritando que se quede todo el mundo quieto. Yo me pongo tenso, aprieto los puños, pero los demás no parecen preocupados. Siguen hablando como si nada y pienso que de verdad estarán locos.

–Nos tenemos que apurar –digo, nervioso.

Ellos se ríen.

–Tenés razón, en líneas generales –dice Petra–. Pero escuchalos y vas a ver que vienen con mucha cautela. No nos van a hacer nada, salvo en legítima defensa. Está mal visto lastimar a menores, es algo en lo que hay una especie de consenso.

–Está mal visto que las autoridades nos lastimen –agrega Wanda–. Hay privadis que, eh, nos lastima de otras maneras, y también hay consenso en que eso es tolerable, porque es un negocio, no es que lo hacen porque son locos.

–Qué horror –digo.

–Así que ser menor no es tan, tan malo en el el Territorio –dice Petra.

–Tanto no sé –se ríe Wanda.

–A mí hoy casi me asesina un gendarme.

–Te pareció –dice Petra–. A lo sumo te molía a golpes y te encerraba.

Yo me siento temblar.

–No nos podemos quedar acá –digo.

–Tenés razón, pero antes hay algo que te queremos contar –dice Petra–. Max, en realidad, sí que es chino. Te anduvimos diciendo que no para embromarte.

Los tres se ríen. No les interesa que abajo estén los gendarmes. Su calma se me debería contagiar, pero pasa lo contrario. Me ponen más nervioso.

–Tampoco exageremos, porque aunque vengan lentos, pensando en que los podemos atacar y ellos no pueden usar la fuerza bestial que les gustaría, van a venir y nos van a agarrar. Y eso no queremos –sigue Wanda, mirándome muy fijo–. Sos nuevo por acá, se nota. Sería una lástima si te encierran para siempre antes de que hayas tenido la oportunidad de hacer un poco de turismo.

El TerritorioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora