III. 9. Llegan en Lamborghini

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Pronto vemos unos fogonazos. Ya está bastante oscuro y resalta mucho el resplandor. A la vez, me doy cuenta, también en la Tóxica se está haciendo de noche, en realidad ya es de noche porque está bastante más al este, y a lo mejor va a ser la última noche para Jairo. Si tengo que creerle a mamá.

Me digo lo de Jairo, pero no lo creo. No puede ser. No le va a pasar eso justo a él, que es mi hermano.

No me importa darme cuenta de que eso lo pensamos todos. Que a nosotros no nos va a pasar.

Una noche va a ser la última, y antes de eso viene un día que puede ser como cualquier otro. El último día. Eso nos va a pasar a todos.

Bueno, el mío no fue un día como cualquier otro. Amanecí en Vicio, me esclavizaron, me pegaron un tiro, mataron a mis amigos, la Difunta me curó, vi cómo los aviones destruían una ciudad, y ahora estoy en un camino rural en lo hondo del Territorio, camino a las Salinas Grandes y después a General Acha.

De golpe oigo varios disparos juntos. Luego pequeñas explosiones cada vez más distantes y espaciadas. Luego nada por varios minutos.

–¿Cuándo piensa volver este hombre? –dice Kubrick.

Yo antes también pensaba que la Flor era un hombre. Ahora, conociéndolo un poco más, creo que tildarlo de hombre es simplificarlo. No es que no sea eso, pero también es otras cosas.

Para empezar, un adolescente.

–¿Hay algún otro camino posible para llegar a Salinas viniendo desde Vicio? –pregunta Sierra.

–Con la ciudad como está, varias salidas bloqueadas, militares desplegados y en alerta, peligro extremo aquí y allá... puede ser que haya otra, pero esta es la mejor.

–O sea que nos deberíamos cruzar con cualquiera que esté yendo a las Salinas desde Vicio.

–Sí –se ríe Kubrick–, pero no creo que haya muchos. ¿Para qué va a querer alguien rumbear para ahí si no van a poder entrar? Ni los gobiernos nacionales entran... Es lo único que tuvieron que respetar, esa reserva indígena, nativa. No la pudieron tocar. Es como si estuviera afuera del Territorio. Vos ya sabés que yo entré a la cripta, yo robé la miel y la guardé en el maletín. Yo soy el único que va a poder entrar. O ustedes también, si vienen conmigo, pero nadie más. Porque el Cacique a mí me va a dejar.

Por fin me entero. Por fin alguien me cuenta qué contien el famoso maletín de Kubrick. La llamada "miel de Belgrano". No me imagino que sea miel de verdad ni tampoco que el prócer la haya manipulado alguna vez, pero así la llaman y todos los chicos de la Federación la conocen como un producto casi mágico que da poderes.

Algo que tampoco puede ser así.

–¿El maletín? –pregunta Sierra, burlón–. ¿Qué maletín?

–No te hagás el vivo –dice Kubrick, todavía de buen humor–. Mi maletín, qué maletín va a ser.

–¿Y dónde estaría tu maletín, genio?

A Kubrick le cambia la cara. Se pone a revolver todo el auto y el maletín no aparece por ningún lado. Baja, abre el baúl aunque sepa que ahí no puede estar. Se pone a buscar alrededor del auto y nada.

Sierra, inexpresivo como cualquier sapo, parece que se ríe por dentro. No le preocupa haber perdido cuatro millones de soberanos. Los que le dio a Rozas. Quizá no los perdió. Pero tampoco le importa que la entrada a las Salinas esté cerrada. O tal vez tiene un as bajo la manga.

–La Flor le robó el maletín delante de sus narices –dice Jaimie aprovechando que Kubrick no puede escucharlo–. Mucho fusil, mucho cuchillo, todo para distraer a Kubrick. El Gaucho se distrae, deja de ver todo lo demás, y la Flor zas, va y le afana el maletín. ¿No es buenísimo? Ahora nomás Rozas va a poder entrar en las Salinas. Es buenísimo, es buenísimo.

Si no fuera que estamos en peligro de vida nostotros y a la vez un montón de gente querida, a lo mejor también a mí me parecería buenísimo.

***

Kubrick vuelve al auto. Cierra de un portazo y le dice con mucho frenetismo a Jaimie que arranque y acelere. No vamos a esperar más, vamos a ir hacia delante. Sierra propone que primero veamos qué pasó con los salteadores. Kubrick no lo deja seguir.

–Si la Flor ya pasó por ahí, quedate tranquilo que no quedó ni uno. No hace falta ver nada.

Parece una respuesta convincente y Sierra no dice nada. Avanzamos por el camino de tierra. Es un camino común y corriente, uno se lo podría encontrar en alguna provincia rural de un país civilizado, pero acá puede explotar cualquier cosa en cualquier momento.

Vemos los autos de los salteadores. Hay dos y todavía echan humo por el caño de escape.

De los salteadores, en cambio, no queda rastro.

–Seguro había un tercer vehículo. La Flor se lo habrá llevado.

Y efectivamente se ven las huellas de lo que podría ser una cuatro por cuatro sobre el pasto ralo y amarillo.

–¿Nos llevamos alguno de estos autos? –pregunta Kubrick.

–Son una porquería –digo yo.

–Al menos les podemos jalar la nafta –propone Jaimie, que ya se está bajando del Fordcito con una manguerita–. Es dificilísimo conseguir combustible en el Territorio, ustedes saben.

Es inútil decirle que no podemos perder tiempo. Robar nafta debe ser un vicio que no puede sacarse de encima y quizá, en el fondo, está haciendo lo más sensato. Consigue un bidón, abre el tanque de un auto y sin tomarse la molestia de apagarlo empieza a succionar, con el auxilio de una manguerita. Después hace lo mismo con el otro auto. Siguen encendidos pero pronto van a apagarse.

Antes de que se apaguen pasa algo más. Por el mismo camino que recién atravesamos nosotros, haciendo sonar la bocina como si fuera un día de embotellamiento o de fiesta, aparece un vehículo. Es un auto que debió ser muy fino alguna vez. Ahora está venido a menos, chocado por todas partes y agujereado por impacto de balas, pero le leo la marca y es un Lamborghini.

Lo maneja Petra, la chica que me vendió a Pympp. Saca la ventanilla por la mano y dice:

–Hola, chicos, ya me parecía que nos íbamos a encontrar, lo presentía.

Y claro, pienso yo, si este es el único camino transitable para el lugar al que vamos todos, según parece.

Al lado de Petra viaja la Difunta. Ella está seria, reconcentrada en sus pensamientos.

Tiene una preocupación muy grande en el pecho. Se le nota.

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