IV. 6. Viajar en baúl

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–¿Vos conocías a Robert desde antes, Roth?

–¿Antes de qué?

–¿Estás seguro de que es el cabeza de seguridad de Bérkov, no podrá ser otra persona?

–No sé quién te esperás que yo sea –dice Robert, y le siento la amenaza en la voz y la emoción, o a lo mejor la excitación, que le da la amenaza. Porque alguna gente amenaza y en el mismo movimiento se le activa la energía en el cuerpo, al prepararse para la violencia.

Ahora se pone de pie. Se para frente a mí y busca algo en su bolsillo. Me doy cuenta de que me quiere atacar y me levanto yo también. Estoy por defenderme, ya echo la mano hacia atrás para tomar impulso, cuando noto que Roth está a mi lado. Tiene la lapicera gruesa con la que lo vi jugar hace un rato. Pero no es una lapicera. Eso lo noto cuando me la apoya en el cuello y siento un chispazo. Siento que entro en un tubo negro. Después siento que dejo de sentir cualquier cosa y me olvido de todo.

***

Al despertarme sigo en la oscuridad. Estoy acostado o más bien echado. Ruedo apenas en una dirección y en la otra. Cuando estiro las manos me choco con algo metálico. No me duele ninguna parte del cuerpo. Ahí escucho un frenazo y ruedo de manera más brusca.

Me lleva todo ese tiempo darme cuenta de que estoy encerrado en el baúl de un auto en movimiento.

Yo no leí nunca sobre esto, pero parecería que en el Territorio la gente viaja muchísimo en baúles de auto. Primero la Flor. Luego el Gauchito. Ahora yo. Parece el medio de locomoción favorito. Debe tener sentido, me imagino, dadas las condiciones de vida.

Trato de focalizar mis miedos. Yo padezco de vértigo, trato de decirme, y esto no es una situación de vértigo. Me digo lo del vértigo para olvidarme de otro miedo mayor, que es el de estar encerrado y no poder ni moverme. Mi claustrofobia es mucho peor que mi vértigo. Empiezo a agitarme y veo, más que imagino, cómo el auto vuela por el aire en un accidente terrible. Yo quedo atrapado en el baúl.

El auto se eleva en el aire por un segundo. Lo siento porque la superficie despareja del camino deja de sentirse. Y pienso: ya empezó a suceder y es todo mi culpa. Pero el auto vuelve a caer, no pasó nada, seguramente tomó una subida a toda velocidad. Aúllo de dolor y quizá de alivio.

Porque no disparé ninguna alucinación. Esta vez habría podido tener dimensiones catastróficas para mí, si el efecto perduraba. Pienso que tal vez significa que maduré. Que puedo controlarlas o, todavía mejor, que ya no las padezco. El auto toma otro bache y yo me quiero cubrir la cabeza con las manos. En todo lo que llevamos de viaje no se me ocurrió hacer algo tan simple.

Ahí noto que sigo teniendo el casco puesto. No me lo puedo sacar, tiene algún tipo de traba.

Ahí tienen lo bien que puedo controlar mis alucinaciones.

***

No alcanzo a seguir rumiándolo que alguien abre el baúl. La luz me enceguece, aunque no sea tanta. Recién está amaneciendo.

–Llegamos lo más bien –dice Roth–, tenemos que estar contentos. Disculpame que te hayamos desmayado, pero no podíamos explicarte todo.

–No había tiempo –agrega Robert, de pie al lado de Roth.

–Me metieron en un baúl –digo yo, saliendo del baúl–, no puedo entender que le hagan esto a... –casi digo "a una chica", pero me contuve a tiempo y dije:

–Que le hagan esto a un menor, no lo puedo creer.

–Sí, disculpanos también por eso –dice Robert, pero yo le noto la sonrisa en la boca y me doy cuenta de que no le importa para nada y que si considero los apuros en los que estoy metido a mí tampoco tendría que importarme tanto.

Estoy en la vereda frente a una casa de estilo americano. Parece muy cuidada y a la vez no veo que alguien la proteja. ¿Por qué no entran a robarla las bandas de delincuentes ambulantes? Hay tantas cosas que uno no sospecha de los lugares hasta que no los visita, me doy cuenta. Lee cómo son en un libro, o alguien le cuenta, pero después va y es todo distinto de lo que se imaginaba.

–¿Dónde estamos? –pregunto.

No sé si es la pregunta justa. La pregunta justa no se la puedo hacer. La pregunta sería quién es Robert en realidad y cuándo vamos a encontrarnos con papá. Salvo que el plan no sea ese.

–En General Acha, antigua provincia de la Pampa –dice Robert– y actual Territorio.

–No decía eso –digo, aunque él ya lo sabía.

Roth me ayuda a bajar del baúl.

–Estamos en casa –dice.

Le pregunto si es un lugar seguro y dice que tiene un sistema solidario de protección mutua pautado con sus vecinos. Son todas gente de extrema confianza, agrega. En días alternados, protegen veinte o treinta casas del barrio. Tienen contratado también a un servicio de seguridad privada y las casas, aunque parezcan de simple madera, son casi inexpugnable, salvo para alguien entrenado.

–Nos cuidamos entre todos –dice Roth–. Esa es nuestra frase.

–Se cuidan entre todo hasta que uno ve que le conviene más destruirlos a todos –se ríe Robert.

–Claro, seguro –responde Roth–. Lo que tenemos que cuidar es que a nadie le convenga destruir a los demás. Que a todos nos convenga más cuidarnos entre todos. La vida civilizada es eso. Que te convenga más no dañar que sí dañar. En el límite

–Mirá si la civilización va a ser algo tan básico –empiezo yo, pero no me dejan seguir.

Señalan la calle. Lejos, no tan lejos, se está acercando a toda velocidad un auto oficial de los gendarmes chinos.

Cuando nos ve que miramos, encienden las sirenas.

–A la casa, rápido –dice Roth.

Y yo me pregunto si alcanzaremos a entrar a tiempo cuando empiezan a silbar los disparos alrededor de nosotros.

Me lleva un segundo ver que vienen de la dirección contraria. O sea, no vienen del vehículo de los gendarmes chinos.

Tenemos una nueva tanda de enemigos que ni siquiera vemos.

Y pienso: no podría ser más perfecto.

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