18. Saliendo de la Tóxica

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Yo descubro que tengo hambre, abro la mochila y saco el sándwich que mamá me preparó antes de que yo saliera para la escuela. Parece que me lo preparó en otra vida, aunque en realidad no hayan pasado ni ocho horas desde que subí a la bici y me encontré con el sapo. Parto el sándwich en dos, le doy una mitad a Kubrick y pienso que ya estaremos rumbeando hacia el Territorio.

Pero Kubrick tiene otro plan. Dice que primero me va a llevar a casa, así no viajo sin equipaje. Maneja de manera prudente y poco vistosa mientras come el sándwich. Cuando estaciona, me dice que tengo exactamente cuatro minutos para juntar lo que quiera llevar. Tiene que entrar todo en una mochila, aclara. Medicamentos si uso, cepillo de dientes, ropa y calzado para tres días de temperatura moderada. Nada más que eso, dice. Porque en cuatro días vamos a estar de vuelta. Vamos a visitar a Roth, el hombre de pelo muy blanco que vive en General Acha y que fue la última persona en ver a papá. A través de Roth vamos a encontrar a papá y en cuatro días vamos a estar de vuelta con el corazón perfectamente conservado en esa especie de freezer portátil, según Kubrick.

Si me llevan y me traen así, no entiendo qué beneficio pueden sacar Kubrick y Sierra, pero no estoy con energías para indagar. Me debería esperar lo peor, pero como soy bastante optimista me espero que lo estén haciendo por la bondad de sus corazones, aunque ya quedó bastante claro que no puede ser por eso.

–Cuatro minutos te deberían alcanzar para juntar lo que hace falta. Ahora dale –agrega Kubrick.

Yo entro a casa corriendo, le doy de comer a Ru, le hago unos mimos, le digo que va a estar todo bien, corro a la planta alta. Ahí le escribo una cartita a Jairo y cuando estoy escribiéndole una a mamá escucho pasos abajo. Bajo a ver, pensando en alguna excusa.

Kubrick me dice que ya pasaron cinco minutos. Tiene algo en la mano, un maletín que yo antes no le había visto. Me imagino que lo tomó de algún lugar de la casa, pero no estoy segura. Seguro. Casi nunca estoy segura, ustedes lo habrán notado. El maletín no tiene que ser mi preocupación por el momento. Kubrick tampoco. Estoy en sus manos, no queda nada que hacer. Necesito un chofer y un guía para el Territorio y no hay otro disponible.

–Voy a necesitar más tiempo –digo.

–No tenemos. A la noche hay que estar adentro y no es fácil sobrevivir los primeros kilómetros.

Aunque su urgencia no es igual que la mía, porque mis plazos no están tan claros, me doy cuenta recién ahí de que yo también tengo urgencia. Cuatro días para traer de vuelta un corazón orgánico en realidad es muy poquito tiempo. Entonces vuelvo a subir, termino la carta para mamá de cualquier manera, junto unas pocas cosas en una mochila, incluyendo el cuaderno donde tomo notas para mis futuros guiones, y bajo. Salgo. Subo al coche y veo que Ru se escapó. Está en la vereda y mueve la cola.

–Quiere venir –le explico a Kubrick.

Hago el gesto de abrir la puerta para bajarme, pero Kubrick me frena.

–El Territorio es un infierno para los perros –dice él–. Los liquidan enseguida. Y a este ni siquiera lo van a dejar cruzar. Miralo, es un pulgoso que ni debe tener las vacunas reglamentarias.

–¿Y a mí sí me van a dejar?

–A vos sí. Eso lo tenemos arreglado.

–Dejame que la haga entrar.

–No hay tiempo, ya te dije.

Arranca. Aunque acelera y pronto llega a los 50 kilómetros por hora, Ru nos sigue. Yo no sabía que mi perrita corriera tan rápido y me preocupa que no encuentre el camino de vuelta. Le pido a Kubrick que frene y que peguemos la vuelta, así la dejo encerrada.

–Vos me debés estar cargando. Nadie dijo que seas un heraldo profesional, pero esto no lo hace nadie, ni un principiante. Tenemos que ser discretos y no perder el rumbo.

–No la puedo dejar así.

Y es verdad que no puedo. Ru es la única cosa viva que no me hace renegar. La única que me gusta abrazar. No voy a dejarla en la calle. Pero Kubrick no aminora la marcha. La perrita va quedando atrás pero todavía la veo. Estamos llegando al último semáforo antes de la ruta, en uno de los bordes de la Tóxica, donde empiezan los suburbios mezclados con el campo abierto. El semáforo está en rojo y Kubrick tiene que frenar. Alguien, el padre de un compañero, me ve a través de la ventanilla abierta. Me reconoce, yo pienso que va a pensar que me secuestran, porque tiene cara de agitación. Pero es que también reconoce a Ru, que ya nos está por alcanzar. El semáforo se pone verde, Kubrick arranca y el señor empieza a correr atrás de nosotros, gritando:

–¡Se te escapó el perro, Antay!

–Kubrick, escuchame. Ya no estamos siendo discretos.

–Da igual.

No frena para nada. Yo siento que me arden los ojos, y antes de que pueda pensarlo del todo me estoy tirando encima de Kubrick para que pare.

–No hagas eso que vamos a chocar –dice él muy tranquilo, como si ni por un segundo pensara que vamos a chocar en serio.

Con la mano me echa hacia el costado, suavemente, casi con dulzura.

–Yo te entiendo, pero esta no es la manera. Querés negociar, negociemos.

Su calma me pone más nervioso y me tiro encima de él con todo el cuerpo. Estoy negociando de una manera física. Lo intento, en realidad. Él me empuja con la mano, sin un gesto suplementario, con una gran economía de movimientos, y yo de pronto siento que las extremidades no me responden.

Kubrick me drogó con alguna sustancia, de una manera tan sutil que yo ni siquiera me entero, salvo por el efecto.

–Basura –digo casi sin abrir la boca, porque no puedo.

Él no dice nada. Yo pienso que me está secuestrando de verdad y que ahora se saca la careta. Ru se va a quedar sin un Antay que lo cuide. Jairo no va a recibir su corazón a tiempo, papá va a quedar varado en el Territorio.

Quiero bajar la ventanilla pensando que se me acabó el aire, pero no puedo bajar nada.

Los ojos se me cierran pero atrás, tan atrás que es casi un puntito, veo a Ru, o la imagino, fantaseo que le escucho ladrar. Que ella tampoco quiere que me vaya.

El auto repiquetea sobre el asfalto, sufriendo sobre sus amortiguadores gastados. Estoy en el mar, parece, pegada a un asiento. Se me cerraron los ojos, las lágrimas que me queman las mejillas salen a través de los párpados cerrados. Y pienso que es un sueño, que pronto va a terminar y nada de esto me va a estar pasando. Ya lo dice mamá, y en esto acierta, yo nunca supe ni prepararme una cena fría, nunca resolví ningún problema práctico. Nunca trabajé con las manos, nunca le pegué a nadie, nunca hice nada. Nunca tuve un papá que estuviera en casa. Nunca tuve un hermano sano.

Así me desmayo, o quizá me quedo dormida. Dormido. Tengo sueños intranquilos.

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