2. La llamada

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Mamá está emocionada. Me mira como si estuviera en la luna. Sonríe. Parece una tonta. Yo debería tener paciencia, pero en cambio cuento un chiste para ver si la hago hablar:

–Yo ya pensé que me quedaba huérfano.

La emoción se le va de golpe. Me doy cuenta de que la herí. Ella piensa que, aunque papá muriera, quedaría ella. Yo no sería un huérfano. Lo único que me sale es sonreír como un tonto, cuando ella ya no sonríe.

–En vez de reírte tanto –me dice– te podrías preocupar un poco más por tu hermano.

Es una frase muy injusta que ni siquiera tiene sentido.

–Jairo no se va a curar porque yo me preocupe.

Sacude la cabeza. Por un segundo mira al suelo. Después dice:

–A veces parece que no tuvieras corazón.

Yo no me puedo contener y le respondo:

–Mejor, porque, si no, ya veo que me lo sacan y se lo dan a Jairo.

De nuevo sacude la cabeza. Creo que va a llorar, porque le brillan los ojos. Me gustaría retirar las palabras para evitar el conflicto, no porque haya mentido, pero ya es tarde. Ella está pensando en que soy como papá, una inútil, una ingrata. O voy a decir un inútil, un ingrato. Bueno, voy a decir que soy un inútil. Un ingrato. Papá es un jugador profesional y yo vendría a ser la nueva generación de jugador profesional, con la diferencia de que no juego al póker, sino que escribo guiones para software de entretenimiento. Pero ese trabajo ni siquiera existe, como profesión remunerada, para gente como yo: un chico de raza mezclada, que sabe solamente lo básico de programación, sin recursos, habitante de la Federación. Tendría que emigrar a Europa y conseguir un buen equipo, lo cual es impensable. Un solo trabajo me interesa y no lo puedo tener. Soy menos que papá, que al menos era un jugador real, y eso en la jerarquía de esta casa ya era muy poco. No soy nadie.

–Lo único que te importa son los jueguitos. No te importa ni tu papá ni tu hermano. Yo te importo mucho menos.

La escena de alegría familiar no duró nada. No sé para qué me hice esperanzas. Pero falta algo importante, y es ver que pasó con papá.

–Retiro lo dicho –agrego, pensando si papá no se habrá ido al Territorio para escaparse, porque prefería que lo mataran antes que ver día a día la desesperación de una madre, con los efectos que puede tener en una conducta.

–Da igual. Es verdad que no es tu culpa. No se puede hacer nada. Pero podrías ayudar más.

–Perdón –me gustaría escaparme.

–Da igual. Tenemos buenas noticias. Tu papá está en Chacharramendi. Es donde termina la vieja Ruta del Desierto, en el medio de la antigua provincia de La Pampa. Consiguió un vehículo blindado y como doscientos mil soberanos. Pero escuchá lo mejor –ahora sí se le pasa el mal humor y sonríe con los ojos puros de una niña, de un modo que hace meses yo no le veía–. Es increíble, lo quería guardar hasta ahora para verte la cara. Tiene el corazón en un freezer portátil, con una autonomía de cuatro días. Lo consiguió, ¿entendés? Lo pudo conseguir.

Yo pienso que voy a llorar, pero me contengo. Mamá me toma de las manos y está sin hablar casi por un minuto.

–¿Cómo fue que te llamó? ¿No es peligroso?

–Usa un encriptamiento muy avanzado. Es verdad que nunca consiguió una radio decente y que es peligroso usar las líneas telefónicas comunes, porque en el Territorio las espían a todas, las tienen pinchadas, pero él se las arregló para encriptar y la conversación es tan segura, me dijo, que no la puede interferir ni la Inteligencia Imperial. Hoy a las diez de la noche, cuando ande por General Acha, va a llamar de nuevo. Cerca de medianoche, cuando pase por Macachín, va a volver a llamar. Y antes de cruzar la frontera va a llamar por última vez. Con este sistema de encriptamiento puede llamar todo lo que quiera sin riesgo. ¿Te das cuenta? Ya está, hijo. Se acabó el infierno.

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